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SIN PAÑOS TIBIOS

Viernes Santo

El camino al Gólgota fue tortuoso. Jesús avanzaba lentamente, rodeado de soldados, mientras la multitud se agolpaba en torno a Él y se burlaba; las masas igual ensalzan al villano y se ensañan con el débil. Cinco días atrás había entrado triunfal en Jerusalén; hoy iba cargando un madero rumbo al calvario en donde le esperaban unos soldados aburridos y algunos discípulos atribulados, mientras que, en alguna taberna, Barrabás celebraba su libertad.

El plan de Dios era incognoscible, y a ÉL sólo le restaba obedecer. Todo eso había sido escrito y se necesitaba que el inocente muriera a manos del cruel; que el débil sufriera a manos del fuerte; para así, de esa forma, poder expiar con su sufrimiento los pecados del mundo.

Los discípulos estaban desperdigados y contrariados; algunos pensaban que El Mesías no podía morir, y que el Hijo de la Casa de David estaba llamado a ser Rey de Israel; combatir y expulsar a los romanos y traer el Reino de Dios a la tierra. Todos habían dejado todo cuando decidieron seguirle, y estuvieron ahí cuando obró milagros; cuando multiplicó panes y peces; hizo caminar a paralíticos; expulsó demonios y devolvió la vista a los ciegos.

¡Cuánto había pasado desde entonces! –pensó más de uno–. Tres años tenían recorriendo Galilea en todas direcciones y mientras más compartían con su Él, menos lo conocían, pues lo sentían insondable, como un pozo sin fin; sabio como Salomón y justo como David.

Pero ya eso quedaba atrás. Escondidos la mayoría, tan sólo Juan le acompañaba penosamente hacia el pequeño promontorio. Allí también estaría su madre, en silencio, mirando y compadeciendo a su hijo, pero rezando por todos, en especial por los dos ladrones que ya habían sido crucificados antes que Él, y que aguardaban a diestra y siniestra del lugar donde sería finalmente clavado.

Los designios de Dios son inescrutables a los hombres y sus misterios ininteligibles. El hombre avanzó tambaleante, a duras penas ayudado por Cirineo, alguien distante y próximo en ese último momento en el que la carne tenía que sangrar como carne, pese a su naturaleza divina.

Lo que pasó después se encargaron los evangelistas de contarlo, tanto los canónicos, como los apócrifos que Constantino purgaría en Nicea, tres siglos más tarde. La muerte de Cristo fue una crucifixión más en la Palestina ocupada, pero su resurrección –tres días después– fue el suceso más importante de la historia. Entender la vida, obra, pasión, muerte y resurrección de Jesús es la razón de ser del cristianismo; en tanto religión, mensaje, movimiento y designio.

Hoy, dos milenios después, parecería que su mensaje no se escucha. Occidente vive de espaldas a sus enseñanzas y hay un cuestionamiento generalizado a todos los valores cristianos, base fundacional de nuestra sociedad. Frente a la vaciedad existencial que se enseñorea sobre el mundo y otras amenazas que se ven en el horizonte, para quienes creen en Él, no importa cuántas veces lo crucifiquen, porque igual resucitará de entre los muertos.

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