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El hombre de la calle Plateros

Este relato de reciente factura, está escrito en tercera persona del singular y sigue los pasos a Sergio Cárdenas, el protagonista un personaje rico en matices, solidario y olvidado que acabó en la cárcel donde consumía estupefacientes.

Este relato de reciente factura, está escrito en tercera persona del singular y sigue los pasos a Sergio Cárdenas

Este relato de reciente factura, está escrito en tercera persona del singular y sigue los pasos a Sergio Cárdenas

Cómo duele esta noche, Sergio. Mientras la ciudad se cubre de sombras, tú permaneces en cuclillas en ese recodo de la calle Plateros, más solo que cuando te trajeron a este mundo. No te duermas, porque si entrecierras los párpados, la maldita oscuridad te llevará a sus entrañas. Sé que estás cansado, sumamente cansado; hace días que no duermes, que no cierras los ojos. Acabas de salir del penal de Qenqoro y tus bolsillos andan huérfanos de dinero. Pero haz un esfuerzo, sigue fumando ese cigarrillo que te calentará los pulmones jodidamente estropeados por tantos meses de encierro: las palizas en la cárcel hacen vomitar los pulmones hasta que no queden restos de ellos. Acurrúcate hacia el rincón de la pared para contrarrestar el frío despiadado de la noche. 

Y, por amor de Dios, no te duermas. Pero, ¿de qué Dios me hablan si este me ha abandonado?, dices. Entonces, mejor piensa en los amigos. 

Al carajo los amigos. ¿Para qué sirven los amigos?, si estoy como un perfecto indigente muriéndome de frío, expresas. Escúchame, Sergio, escúchame.

Recuerda algo agradable. Piensa en Marisol. No en la cantante española que interpretaba “Amor de mis amores”, a quien escuchábamos en las radioemisoras de la ciudad en los inolvidables setenta; sino en la otra Marisol, la chiquilla del barrio de Santiago, tu amor platónico, a la que siempre visitabas hecho un don Juan Tenorio, pero sin las destrezas ni las picardías para los juegos del amor de aquel. Ahora el recuerdo te mata. 

El recuerdo de haberla encontrado besándose con otro en la puerta de su casa. Mejor trae a tu mente a las colegialas de Santa Ana, a las que observábamos bajar en tropel por la calle Arequipa, desde la ventana del segundo piso de tu casa en Maruri, ¿recuerdas? Qué tiempos aquellos, hermanito, en que tú y yo fuimos adolescentes sin sospechar, ni calibrar lo jodido y perverso del mundo. 

Pero ni se te ocurra rememorar a tu padrastro, ese desmadrado que te malogró la existencia. No pienses más en esa rata inmunda; por los abusos de ese matón de correccional te hiciste drogadicto. Mejor vuelve los pasos al Extra, el cafetín de la calle Espaderos, donde te conocí un atardecer de agosto del setenta y cinco. 

Como siempre, andabas con tus libros. ¡Y qué libros! Recuerdo que leías a Baudelaire, Gérard de Nerval, Paul Verlaine, en francés. En esa época todavía no andabas perdido en la vida por culpa del energúmeno de tu padrastro. ¿Recuerdas? En el segundo piso del Extra, cuando te cansabas de tus libros jugabas ajedrez con don Jesús; ese viejo aprista; más aprista que su jefe Víctor Raúl, quien siempre repetía al perder la partida: «Malditos comunistas, sin Dios ni patria». 

Para él, todos los que simpatizamos con la izquierda éramos unos malditos comunistas. Don Jesús era un radiotécnico jubilado, que se colocaba un cigarrillo en el espacio del diente canino que le faltaba y echaba bocanadas de humos y maldiciones a sus contrincantes. El viejo era bueno como persona, pero como ajedrecista y político pésimo. 

Pero, por Dios Sergio, piensa en Joselo, el dueño del cafetín. Siempre bonachón, rengueando de su pierna izquierda. Joselo era de la putamadre. No conocí persona tan jovial y afectuosa como nuestro Joselo Romero. ¿Sabes que falleció? Pero eso fue después. ¿Me escuchas? No te duermas, porque reventaré de cólera: eres mi hermanito del alma.

Piensa en Manuel Emilio, el «Gordo», no sé por qué carajo en ese momento se encontraba en el bar Azul, bebiendo cervezas con tu hermano Miguel, a solo decenas de metros donde te encontrabas muriéndote de frío. Como sabes, el «Gordo» era buenísima gente; y ni qué hablar de tu hermano Miguel, que era la amistad hecha persona; de seguro, que si ambos sabían del trance que pasabas, hubieran acudido en tu ayuda. En confianza, me duele decirte que este par ya no se encuentra. Miguel, nos dejó hace décadas; y la maldita pandemia, hace poco, nos arrebató a Manuel. Bueno, ya sé, todos te han abandonado. Pero deja de pensar en tu padrastro, ese chino hijo de puta, tal y como lo decías. 

Piensa en algo agradable, por ejemplo, en los Beatles, tus ídolos. Tararea una canción, y de seguro será Yesterday. ¿Verdad que silbando esa canción ibas camino a la casa del «Loco» Medrano, en San Blas? Sí, claro, y sentados en la sala del departamento, bebiendo ron Cartavio con Coca Cola y fumando los famosos Ducal, escuchaban en la radiola elepés de los cuatro de Liverpool. A tu ídolo John Lennon, ¿sabes?, también lo asesinaron una noche parecida a esta, en diciembre del ochenta. En este mundo siempre se van pronto los mejores. Entonces, no evoques cosas que te dañaran el alma; siempre es mejor algo agradable y, por favor, no te duermas, aunque la noche se está poniendo negra y hace un frío devastador. 

¿Recuerdas que te acompañaba por las calles del Centro Histórico hasta que la madrugada nos daba en la cara? ¡Qué tiempos aquellos hermanito! Además, ¿te olvidas, que habías prometido viajar apenas salieras del penal de Qenqoro, a donde te enviaron por «vagancia», esa infame ley que se había promulgado durante el oncenio de Leguía y que seguía vigente en los setenta, durante el régimen del dictador Velasco? Vaya, que ley cabrona la que te envío a la cárcel por el solo hecho de vagabundear en las calles, fumarte un troncho o tirarte una tableta de LSD, y leer tus libros de poesía en francés.

Y pensar, hermanito, que te encerraron junto a ladrones, narcotraficantes y asesinos. A ti, que eras un poeta de la vida. Sé que la cárcel fue un infierno para ti, porque jamás pensaste llegar a sus mazmorras. Recuerdo que te quejabas con tono desesperante de ese lugar y de estar encerrado y maldecías las horas de tu reclusión como un sentenciado a cadena perpetua. El frío te consume, te destroza los huesos. Por favor, no te duermas. Volvamos al café Extra, donde eras feliz porque allí encontrabas un poco de sosiego a tus problemas. 

Por favor, Sergio, no te duermas, escúchame. ¿Acuérdate del «Paila» Gutiérrez, tu amigo de correrías y drogas? Por favor, la puta madre, no te duermas, carajo, porque me dolerá en el alma. Todos te han abandonado, todos, todos; yo también, hermanito, perdón, perdóname; pero no te duermas.

Para Sergio Cárdenas, quien murió congelado en la calle Plateros del Centro Histórico del Cusco la madrugada del 4 de julio de 1977.

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