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Un cuento de Dahiana Vásquez: Una noche en Sao Paulo

La autora de este relato mereció el segundo premio en el concurso de Radio Santa María 2018

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Dahiana J. Vásquez S.Santiago de los Caballeros

Qué terrible fue dormir en aquel motel. Tener que caminar más de cuatro cuadras con la maleta de 25 kilos y una rueda menos, para llegar al hostal y que el hombre bajo migrante de otro país, le dijera que estaba lleno y que ellos no aseguraban la reservación. Tener que conocer a una extraña a quien le había pasado lo mismo y terminar caminando con ella por una ciudad totalmente desconocida buscando dónde pasar la noche. Terminar en un motel, donde claramente las personas iban a engañar a sus parejas, con sexo ruidoso y molesto, que nada tenía que envidiarle a un porno casero de mala calidad. O al menos así se escuchaba a través de las paredes. ¿Por qué tenían que ser tan finas?

La noche pasó lenta, y aunque logró dormir como por dos horas, no veía la hora de que amaneciera para tomar el taxi directo al aeropuerto. Aquella experiencia desagradable que le había dejado Sao Paulo quedaba atrás, y ya en el aeropuerto no veía la hora de tomar el siguiente vuelo a Santiago. Pero claro, algo más tenía que pasarle antes de dejar aquel enorme país que había sido su hogar por más de tres de meses.

Entre buscar el carrito para la maleta, asegurarse de tener todas sus cosas en la mochila, y buscar un lugar dónde colocar la chaqueta, no notó cuando el muchacho con gorra tropezó con ella, sacándole el celular del bolsillo lateral de la mochila. No se dio cuenta de nada de eso hasta sentarse en la sala de espera y buscó el móvil para verificar el número del vuelo. Cansada, abrumada, en un país extraño, donde los amigos que había hecho estaban a seis horas de distancia y un viaje de un mes por delante, no pudo hacer más que llorar.

La emoción de continuar su viaje, las aventuras que le esperaban antes de regresar a casa, todo eso fue cubierto por una enorme nube negra que parecía haberse asentado sobre su cabeza. Lloró porque se sentía sola y desamparada. Porque extrañaba a su familia y a sus amigos, porque estaba agotada y le dolía la cabeza. Lloró un buen rato hasta calmarse. Tras caminar por todo el aeropuerto, pasó por la oficina de seguridad para notificar el robo, y claro, qué iban a resolver, probablemente el malnacido ya estaba lejos.

Resignada se dirigió a la primera cafetería que encontró con wifi gratuito, pidió un desayuno aunque no tenía hambre, y se sentó para escribir a sus familiares y amigos desde su tableta. Diciendo que seguía viva y sana, que era lo importante, o eso le decían cada vez que pasaba algo por lo cual terminaba maldiciendo.

Ya en el avión y sin señales de su celular, se lavó la cara y colocó sus cosas en la parte superior del compartimiento de la aeronave, abrochó su cinturón, y se acomodó lo mejor que pudo para soportar las próximas cuatro horas que le quedaban de vuelo. Ya cuando faltaban unos 30 minutos para aterrizar, abrió los ojos al escuchar que el piloto decía: “Buenas tardes damas y caballeros, estamos pasando por la cordillera de los Andes, por lo que tendremos algunas turbulencia”.

Sus ojos se abrieron como platos al escuchar la palabra Andes. Se asomó a la ventanilla y la imagen de aquellos inmensos pedazos de tierra levantada, esas rocas enormes coronadas con una leve capa de nieve, el sentimiento de ser un átomo ante el universo le dio una paz y una sensación de felicidad que no había experimentado en años. Se sintió minúscula, insignificante. De repente Brasil, Sao Paulo, la noche infernal, su celular, todo había quedado atrás, no era importante, no tenía sentido. Le parecía banal. Siguió absorta en sus pensamientos, maravillada por la imagen que grabaría para siempre en su memoria, cuando sintió que descendía y aterrizaban. A la salida la esperaba una cara conocida, una nueva aventura, y la sensación de empezar desde cero sin más preocupaciones.

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