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Artículo/Literatura

Anna Kavan: jugar con hielo

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Eve GilTomado de La Jornada Semanal

Antes de los años treinta del siglo pasado, Helen Ferguson ni siquiera era la única Helen Ferguson: habían una actriz y otra escritora con el mismo nombre, aunque firmaría sus libros también como Helen Edmonds (el Ferguson lo tomó de su primer esposo, Donald Ferguson. Legalmente era Helen Edmonds, por su segundo marido). Autora de novelas rosas ambientadas en Home Counties, de los condados más ricos y conserva-dores de Gran Bretaña, con títulos como Un círculo encantado, Déjame sola y Sólo las ricas pescan un rico, publicadas entre 1929 y 1937. La verdadera obra maestra de Mrs. Ferguson era el jardín de dimensiones babilónicas de su mansión de los Chitterns, colinas próximas a Londres, que su dueña miraba verdecer como si la naturaleza se subordinase ante sus gélidos ojos azules. Cuenta el escritor Rhys Davies: “Podía tratar a uno de sus invitados con la mayor delicadeza, y luego, bruscamente, tirarle encima el pollo asado, refugiarse después en su ‘bazooka’ y ser finalmente descubierta en su cama leyendo una novela y comiendo bombones.”

La “bazooka” a la que se refiere Davies es una jeringuilla de heroína que Helen alternaba con la comilona de malvaviscos rellenos que consumía sin engordar, gracias a las anfetaminas. Había adquirido habilidad para amarrarse el brazo sin dejar de hojear compulsivamente revistas de modas, ni retirarse la estola de mink y el collar de diamantes antes de enfundarse en sus pantuflas. La razón por la que, dicen, inició su trayectoria adictiva, era que sufría unos terribles dolores espinales que sólo la heroína doblegaba. La entonces Helen Ferguson tenía una faceta, digamos, seria: fungió como asistente del exquisito crítico Cyril Connolly y había heredado la afición de su padre por la pintura, aunque no se dedicara a ello en forma profesional. Todavía no realizaba los autorretratos donde se dibuja como estilizada calavera con un par de cuencas vacías por ojos y una atildada melenita rubia.

Cierto día, unos bulldogs salieron a dar la bienvenida a los visitantes en representación de su ama, quien sólo dejó un recado: nunca más escribiría historias de amor, se divorciaba de su segundo marido y mandaba a todos al carajo. La divertida anfitriona de las fiestas más chic de la campiña inglesa se transformó en una fortaleza. Sus lectores olvidaron paulatinamente sus novelas, perfectamente prescindibles ante la avalancha de Bárbara Cartlands y Danielles Steeles que se dejaría venir.

Algunos años más tarde, en 1940, una enigmática autora de nombre Anna Kavan deslumbra a la crítica especializada con un primer libro titulado Asylum Piece. Pasarían varios años, a partir de la muerte de Mrs. Ferguson, antes de que descubrieran que esta escritora que irrumpió violenta y poéticamente en la literatura inglesa con esta colección de relatos sobre su experiencia en hospitales psiquiátricos de Suiza e Inglaterra, tres intentonas de suicidio y un hijo muerto en servicio durante la segunda guerra mundial, era la mismísima Mrs. Ferguson.

Helen y Anna

Helen Emily Woods nació en Cannes, Francia, el 10 de abril de 1901, hija de millonarios ingleses expatriados; la niña concluiría su exquisita educación en Inglaterra. Fue criada en el seno de un hogar de diletantes y condicionada a una serie de estrictas reglas que le impedían jugar, reír, patalear, ya no digamos llorar. Llorar irrita los ojos y despeina. Su única gran novela, Hielo, publicada en 1967 y premiada ese mismo año con el Premio Brian Aldiss al mejor libro de ciencia ficción, pareciera parodiar aquella imposición de con-gelar sus emociones en lo más recóndito de su ser: “De sus ojos brotaban enormes lágrimas como carámbanos.” El detonante, sin embargo, sería el suicidio del padre de Anna, contando ella trece años. ¿Qué princesa de hielo no se derrite alguna vez?

Antes de dejarse poseer por Kafka, al que leyó compulsivamente durante su encierro voluntario, tras encontrar por casualidad un ejemplar de El proceso, Helen ensayaría en el manicomio no sólo una nueva forma de escribir, inspirada en aquel autor del que pidió todos sus libros, y leyó y releyó. Empezó a hacerse llamar Anna. No, no un pseudónimo. Agotaría recursos legales para asumir legalmente la identidad de Anna Kavan. Era como si huyera desesperadamente de la señora distinguida que escribía novelas rosas tras una ración de heroína y malvaviscos. Quería ser una escritora auténtica. Mancharse las manos de palabras genuinas. De Helen Ferguson únicamente conservaría aquel jardín abandonado. Allí y en la escritura se refugió del mundo hostil que le daba pavor, haciéndose pasar por inqui-lina de Mrs Ferguson. Anna pasó a ser una paciente discriminada en la Seguridad Social, aferrada al pequeño bolso negro donde ocultaba la varita mágica que la ayudaba a entregarse compulsivamente a la escritura; compadecida por taxistas que la acompañaban en sus patéticas peregrinaciones. Helen Ferguson fue algo así como Gregor Samsa y Anna, el fabuloso bicho en que se transforma tras un dulce sueño.

Hielo representaría el rompimiento total de la autora con su pasado, pero sobre todo con el presente. La crueldad alcanza niveles telúricos; un mundo como el que ella percibía desde su refugio: deshumanizado, acechando a niñas inocentes para entregarlas al dragón que vegeta al interior de un foso. El infierno en la nieve. La heroína de Hielo, objeto de la obsesión del narrador, carece de nombre como éste y como el captor de la niña y la hija de aquél. Más que deseable por su belleza, lo es por su fragilidad, hasta por el propio narrador que reconoce el apetito de destrucción agazapado en su pasión amorosa hacia la pequeña mu-chacha de cabello plateado y muñecas quebradizas, que muere una y otra vez para deleite de su verdugo y de su potencial salvador. Anna experimenta un extraño alivio en deformar imágenes convencionalmente poéticas, del mismo modo que parece haberlo experi-mentado al autorretratarse como una criatura vaciada de toda expresión.

Cuando la policía encontró el cuerpo de la escritora el 5 de diciembre de 1968, no hallaron más documentos reveladores que unas pinturas espantosas, de seres colgados y mutilados, elaborados por ella misma: Anna se encargó de incinerar sus diarios y su correspondencia, lo que no impediría a David Callard escribir una biografía especulativa. Se ha dicho hasta el cansancio que murió a consecuencia de una sobredosis de heroína, aunque fuentes estimables aseguran que en rea-lidad fue un infarto.

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