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Aniversario

Las huellas de Federico Jóvine

Era único. Su contagioso sentido del humor, su sarcasmo siempre a flor de piel y su personalidad bohemia y rebelde, pero sincera, solidaria y honesta, hacían de él un dominicano auténtico.

Escribía con pasión. Al igual que Hemingway, salía en las noches a compartir con sus amigos, a recorrer la ciudad en busca de las ensoñaciones que al otro día convertía en imágenes y metáforas en su literatura, casi siempre crudas, directas e inmediatas.

Su obra fundamental transcurrió entre la poesía y la novela y creo que dentro del contexto de la Generación de Posguerra (a la cual pertenece), ocupa un espacio que nadie le podrá quitar.

Hace un año, Jóvine partió sin decir adiós. Sigue viviendo, no solo en la memoria de sus amigos, sino en las empedradas calles de su Santo Domingo natal, al que tanto amó y al que nunca dejó de cantarle.

Para conmemorar el primer aniversario de su partida, su familia presentó a mediados de la presente semana, la segunda edición de su libro “Huellas de la ira” (1974), obra que guarda fidelidad con la portada, diagramación, tipogragía y arte de la edición príncipe. Federico fue una de las primeras personas que conocí en el país y con quien de inmediato trabé amistad. De él conservo muchas anécdotas, pero nunca olvidaré la que siempre menciono a mis amigos como prueba de aquellos tiempos irrepetibles que vivimos a finales de los años ochenta.

Esa noche, un grupo de amigos reunió dinero para comprar una botella de Brugal y juntos fuimos a beberla al malecón de Santo Domingo. En medio de la “chercha” intelectual, sin darnos cuenta, alguien tropezó involuntariamente con la botella (casi llena aun) y esta se hizo añicos, mientras que el apreciado licor se esparcía graciosamente por la acera. No teníamos dinero para comprar otra y a Federico se le ocurre la idea de asistir a un evento que sucedía a esa hora en el Centro Cultural de España, donde habían anunciado un brindis a todo dar. Llegamos y no sé cómo él se las ingenió para entrar al evento y salir al poco tiempo con otra botella de Brugal (idéntica a la accidentada) sin descorchar. Muertos de risa por su ocurrencia, volvimos al banco del malecón (aun permeado por la humedad del licor desparramado), a seguir contando historias como si el mundo fuera exclusivamente de nosotros.

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