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Venecia, ciudad de la fortuna, de Roger Crowley

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Cuando se habla de la Edad Media somos víctimas de las generalizaciones que se originaron en especulaciones filosóficas sobre la dirección inexorable –y no discuta– de la historia, especulaciones que luego se convirtieron en simplificaciones ramplonas. Es el caso de la Edad Media, asociada a la mano de hierro del papado, a la propiedad de la tierra como criterio único de toda la economía, un feudalismo férreo, clasista, cerrado, que tiene todas las esperanzas en la otra vida.

Puede que ese repetido esquema corresponda a ciertas circunstancias pero no a otras, muy precisas, como los grandes puertos, en concreto Génova y Venecia. Su relación con el dogmatismo papal era tortuosa: porque cobraban por sus servicios a las cruzadas, porque comerciaban con los mahometanos. La verdadera religión de éstos (que simulaban con eficacia y elegancia su cristianismo) era el dinero. Los venecianos no tenían creencias sino intereses. La propiedad no estaba vinculada con la tierra, eran reinos del mar, ese amplio almacén donde compraron y vendieron y dominaron los mercados por más de quinientos años. Algún día de hace ochocientos años, mirando desde su ventana donde divisaba la plaza de San Marcos, alguien que los conocía bien, un tal Francisco Petrarca, se preguntaba: “¿de dónde viene esta insaciable sed de riquezas que se apodera de las mentes de estos hombres? Lo confieso, me embargó la compasión por estos desdichados. Ahora entiendo por qué los poetas dicen que la vida del marinero es un continuo infortunio”.

Especialista en historia del Mediterráneo, Roger Crowley (Cambridge, 1951) cuenta en este libro de lectura apasionante el período de la historia veneciana que va desde que empezó a dominar el mar, alrededor del año 1000, hasta principios del siglo XVI. Desde ese entonces, la forma de gobierno era republicana, encabezada por un dogo “a quien encadenaron con tantas limitaciones que no podía recibir ningún regalo de extranjeros más sustancial que un tarro de hierbas”. Y para las medidas trascendentales, como el negocio que proponían los franceses de que los venecianos participaran (cobrando, naturalmente), en la cuarta cruzada, “todo el mundo tenía voz en la toma de decisiones importantes para el estado. En este caso, el futuro de todos estaba en juego. (…). La operación tenía que presentarse ante una audiencia cada vez mayor: primero ante el Gran Consejo de cincuenta, luego ante los doscientos representantes de la comuna. Finalmente, Dandolo convocó al pueblo en asamblea general en San Marcos (…). Diez mil personas se reunieron…”. El relato de lo que allí pasó es como un cuento de hadas. Hubo discursos, hubo llanto y al final un clamoroso “¡Aceptamos!, ¡Aceptamos!”. El montón de sucesos que forman o fueron consecuencia de la cuarta cruzada se lleva una tercera parte de este libro formidable. Aquí Crowley revela su talento de contador de historia. Ni me atrevo a decir que narra como un novelista, porque son pocos los novelistas que narran como Crowley.

Lo que hicieron los venecianos fue inventar una forma de imperio (que siglos más tarde añadirían los ingleses a su particular imperialismo): tener puertos propios, como Corfú, Creta, Galípoli, etcétera; “ni siquiera se molestaron en ocupar muchas de sus posesiones terrestres”. Lo esencial era el comercio y nunca cambiaron ese objetivo: “asegurar las oportunidades comerciales en los términos más ventajosos. Los medios para conseguirlos, en cambio, siempre fueron infinitamente flexibles. Los venecianos eran unos oportunistas nacidos para aprovechar las gangas, dispuestos a navegar allí donde les llevara la corriente”. Más que dominar, predominaban. Su gran rival era Génova. Y nunca se reconciliaron, a pesar de que tipos como Petrarca buscaron que se aliaran en lugar de destrozarse mutuamente, parte de lo que sucedió. Venecia y Génova también competían en mala fama: “ambas eran frecuentemente reprendidas por el papado por comerciar con el islam; los bizantinos los odiaban y los musulmanes los despreciaban. Por eso el papa Pío II pensaba que los venecianos estaban poco más arriba que los peces en la escala natural, y si las palabras ‘venecianos’ y ‘bastardos’ sonaban exactamente igual a oídos de los árabes de Siria, Génova disfrutaba de una reputación aún peor: ‘hombres crueles que no aman nada excepto el dinero’ fue el breve veredicto de un cronista bizantino. Eran entusiastas del esclavismo: había más esclavos en Génova que en ninguna otra ciudad europea”.

Trato especial merece la manera como Venecia se afectó con la peste negra, que llegó a Europa a bordo de los barcos mercantes en 1348. Por los mismos días, para peor, hubo terremotos. “En marzo, Venecia había caído ya bajo las garras de la epidemia; hacia mayo, con la llegada del calor, la peste hizo estragos. No había ninguna ciudad en el mundo con mayor densidad de población, y ahora se enfrentaba a la catástrofe (…) según un cronista veneciano ‘todos los lugares sagrados estaban llenos de cadáveres…; los cuerpos se pudrían en las casas abandonadas… Padres, hijos, hermanos, vecinos y amigos se abandonaban los unos a los otros… No sólo los médicos no querían visitar a nadie, sino que huían de los enfermos… El mismo terror se apoderó de los sacerdotes y de los clérigos (…) Los muebles de valor, el dinero, oro y plata que se dejaron en las casas abandonadas no fueron robados por ladrones. Un extraordinario letargo de terror infectó a todo el mundo; ninguna víctima de la plaga sobrevivía más de siete horas (…). Una vez entraba a una casa, no dejaba a nadie vivo’”. Murieron dos terceras partes de los habitantes de Venecia. Los siguientes cuarenta años fueron dificilísimos para los venecianos. Sin embargo, resurgieron. Y consolidaron de nuevo su imperio marítimo. Faltaba casi siglo y medio para que las cosas se acabaran.

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