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Ensayo

Cien años de 'Cuentos de amor de locura y de muerte', de Horacio Quiroga

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Juan Domingo ArgüellesUruguay

Aunque su madre, Pastora Forteza, era uruguaya, Horacio Quiroga (1878-1937) nació en Uruguay porque su padre, Prudencio Quiroga (descendiente del caudillo ar-gentino Facundo Quiroga), era vicecónsul de la República Argentina en la ciudad de Salto.

Nacido el 31 de diciembre de 1878 en dicha ciudad uruguaya, Horacio Quiroga eligió una vida fuera del ámbito literario tradicional. Gran parte de su existencia la pasó alejado de la civilización, internado en la soledad selvática, lo cual influyó en su carácter y en su literatura. Tuvo un gran apego por su lugar natal y le fascinó el ambiente selvático uruguayo (Salto, Artigas, Paysandú, Río Negro), en gran medida compartido por la región del noreste argentino (Misiones, Chaco, Entre Ríos), que fue decisivo en su obra.

Con una existencia atormentada, que se refleja en sus relatos, muchos de ellos autobiográficos, Quiroga es un autor que sólo después de su muerte, es decir de su suicidio (que ocurrió el 19 de febrero de 1937), hace ochenta años, comenzó a ser revalorado como lo que es: un excelente cuentista, un escritor de primer orden a quien, por su extravagancia, se le infravaloró literariamente.

Entre sus libros destacan Los perseguidos (1908), Historia de un amor turbio (1908), Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), del que se cumple el primer centenario de su publicación, Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921), El desierto (1924) y Los desterrados (1926).

Sus más altos modelos literarios fueron Anton Chéjov, Guy de Maupassant y Rudyard Kipling, pero también fue un lector apasionado de Dostoievsky, Poe y Jack London. En nuestro idioma admiró sin reservas a Leopoldo Lugones, de quien fue asistente, en 1903, con el encargo de tomar fotografías en la expedición científica que el gran poeta argentino llevó a cabo en las ruinas jesuíticas de Misiones.

Dos son, sin lugar a dudas, sus libros más conocidos y celebrados: Cuentos de amor de locura y de muerte y Cuentos de la selva, muy distintos uno del otro, pues si bien este último ofrece a los niños y a los lectores de temprana edad (aunque también a los adultos) cuentos de una belleza y delicadeza extraordinarias donde los ani-males dialogan, en el primero ofrece a los lectores de cualquier edad, pero especialmente a los adultos, historias trágicas que bordean lo terrorífico y que tienen como hilo conductor la locura que siempre desemboca en la muerte, esa muerte que Quiroga vio desde pequeño y que lo acompañó en episodios que en sí mismos se parecen a sus propios cuentos.

En su Breve historia del modernismo (1954), Max Henríquez Ureña nos ofrece esta muy precisa síntesis biográfica:

Desde la cuna, la existencia de Quiroga se vio mecida por estremecimientos de tragedia. Meses contaba cuando su padre falleció al escapársele un tiro en una excursión de cacería. También murió en forma violenta su padrastro, Ascencio Barcos, que se suicidó al verse afásico e inválido por causa de un derrame cerebral. Por una imprevisión, al manejar una pistola, tuvo Quiroga la desgracia de dar muerte a su íntimo y fraternal amigo Federico Ferrando. Su primera esposa se suicidó en Misiones. El propio Quiroga, herido de muerte por terrible enfermedad, se suicidó también. Y como si aún después de muerto lo persiguiera un sino fatal, dos años después se sui-cidó su hija Eglé.

En su libro Pájaros de Hispanoamérica (2002), Augusto Monterroso afirma que “si un día alguien hubiera imaginado un hombre con un destino como el de Quiroga y hubiera escrito un cuento con ese tema, ese cuento sería malo y de una monotonía mortal, en el sentido exacto de la palabra monotonía y de la palabra mortal”. Su vida fue un permanente drama o “un largo sueño trágico”.

Ello en cuanto a su biografía o, como dijera Mon-terroso, en lo referente a “la interminable nota necrológica que fue su vida”. En cuanto a su literatura, hay que decir, con énfasis, que Quiroga es uno de los grandes escritores hispanoamericanos del siglo xx, un extraordinario renovador del cuento, ese género “que manejó –sentencia Monterroso– como muy pocos en nuestro idioma y en cualquier idioma”.

La perdurabilidad y el mito

Cuentos de amor de locura y de muerte, libro del que celebramos su primer centenario, está integrado por quince narraciones entre las cuales hay algunas dignas de aparecer en las más exigentes antologías del género en cualquier idioma: “Una estación de amor”, “El solitario”, “La muerte de Isolda”, “La gallina degollada”, “Los buques suicidantes”, “El almohadón de plumas”, “A la deriva”, “La insolación”, “El alambre de púa”, “Los mensú”, “Yaguaí”, “Los pescadores de vigas”, “La miel silvestre”, “Nuestro primer cigarro” y “La meningitis y su sombra”.

Seguramente los cuentos que más recuerdan los lectores, porque aparecen una y otra vez en antologías del género, son “La gallina degollada” y “El al-mohadón de plumas”, pero “Una estación de amor”, “La insolación” (un coloquio de los perros que observan la muerte del amo), “El alambre de púa” (otro coloquio de los animales, vacas, toros y caballos, pleno de destreza narrativa) y “La miel silvestre” no les van a la zaga: son cuentos de gran intensidad y de profunda emoción trágica.

En todo el libro, quizá la pieza magistral no sea realmente “El almohadón de plumas”, que no niega su influencia de Poe, sino “La gallina degollada”, cuento trágico de un agudo psicologismo, cercano a Chéjov y Maupassant, a quienes Quiroga admiraba a tal grado que en su “Decálogo del perfecto cuentista” es-tableció como primer mandamiento el siguiente: “Cree en un maestro (Poe, Maupassant, Kipling, Chéjov) como en Dios mismo.”

Con frecuencia, en la literatura hay equívocos que se producen por informaciones impresas que no son del todo exactas o que, muchas veces, son absolutas mentiras. En la cuarta de forros de una edición de Cuentos de la selva (1918) podemos leer lo siguiente: “Uno de los ídolos de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, pionero de la literatura fantástica en América Latina, Horacio Quiroga, es autor de relatos donde el amor, la locura y las pasiones son apenas elementos sobresalientes entre las muchas pasiones que viven sus personajes.” También en la cuarta de forros de una edición de los Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) se insiste: “El uruguayo Horacio Quiroga (Salto, 1878-1937) es considerado una de las influencias decisivas en la literatura hispanoamericana del siglo xx, y una de las fuentes principales de la obra de Jorge Luis Borges y de Julio Cortázar.”

¿De dónde habrá salido esta especie de que Borges, primero, idolatraba a Quiroga, y, segundo, que fue una de las fuentes principales de su literatura? En el caso de Cortázar, hay que decirlo, lo revaloró tardíamente, pero en el caso de Borges éste siempre lo detestó: enfatizando el desprecio que sentía por la literatura de Quiroga, llegó a decir, en coincidencia con Adolfo Bioy Casares, que “Quiroga es el peor escritor del mundo”.

Prejuicios, más que juicios, pueden ser emitidos por grandes autores en relación con sus colegas. Pero la perdurabilidad de una obra literaria no depende de esos juicios y mucho menos de esos prejuicios. A ochenta años de la muerte de Quiroga, y al cumplirse el centenario de su libro Cuentos de amor de locura y de muerte, la vitalidad de la obra cuentística de este gran escritor está más allá de cualquier desafecto.

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