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Crítica literaria

Jesús de la tierra, de Edwin Disla

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Giovanni Di PietroSan Juan, Puerto Rico

Cuando Edwin Disla me mencionó, hace algunos años, que pensaba escribir una novela acerca de la vida de Jesucristo, me quedé sorprendido. Era un tamaño proyecto. Y le comenté, me acuerdo, que tendría que prepararse bien. Leer muchísimo material.

Esto fue poco después de la publicación de su novela Manolo. Ahí, en esa obra, Edwin no escatimó esfuerzos. Logró, creo que, con éxito, reinterpretar la figura de ese líder político. Le quitó, en parte, la tradicional aureola de santidad, y lo presentó como una persona de carne y hueso, con sus virtudes y sus fallas. En el transcurso de ese recuento, era obvio que Manolo adquiría también la estatura de un Cristo sacrificado. Fracasó en lo político; sin embargo, logró convertirse en mito. Un mito, sin duda, referencial dentro de la historia patria.

Que es, a fin de cuentas, lo que importa. Los líderes políticos van y vienen; los mitos, por el contrario, se quedan y persisten en el tiempo.

Y ésta, en muchos sentidos, es la moraleja que sale de la presente novela, como trataré de indicarlo.

Edwin se refiere a Jesús de la tierra como una novela histórica, lo que indudablemente es. De hecho, sorprende sobremanera el dominio que él demuestra en el manejo de los datos de carácter tanto históricos, como religiosos. O esto, o se preparó de forma esmerada. O, como supongo, es fruto lógico de su posible entrenamiento en algún seminario. En ese caso, seguramente jesuita.

He dicho en otros lugares que la novela histórica tiene tres vertientes. Primero, trata de reproducir, de manera novelada, un determinado período del pasado; segundo, trata de crear una obra de pura evasión; y, tercero, intenta hacer del pasado un espejo del presente. En Jesús de la tierra se encuentran, claro está, la primera y la tercera vertientes. No existe en la novelística dominicana otra reconstrucción tan minuciosa del período bíblico como la que encontramos en esta obra. Edwin es muy meticuloso en sus detalles históricos y religiosos. Es extraordinario cómo lo hace y la forma en que logra mantenerlo de principio a fin. Aquí y allá, sin duda, abusa un tanto, y parece que estamos leyendo, no una página narrativa, sino un texto de historia. Así también con relación a las costumbres, las ceremonias y los conceptos religiosos.

Para la tercera vertiente las cosas son un poco más complicadas. La figura de Jesús tiene a la de Manolo como antecedente. Al igual que Manolo, es un líder esencialmente político. Emplea la religión sólo como camuflaje para la insurrección armada que planea llevar a cabo contra Roma. No en balde, pues, tratará de establecer una alianza con Barrabás, líder militar que lleva a cabo una guerrilla contra las tropas de Pilatos. Es una alianza que después no se materializa. Al igual que Manolo, Jesús no tiene preparación militar. Tampoco la tienen sus apóstoles. Al faltar la entrega de armas de la cual depende, abandona la lucha en términos militares. Se concentrará, más bien, en llevar a cabo un juego político maquiavélico (o jesuítico, si se quiere). A través de sus supuestos milagros, pretenderá atraer las masas a su causa revolucionaria. Hablará de paz, pero preparará la guerra. Una guerra futura. Armada. Como Manolo, perderá militarmente. Su figura, sin embargo, alcanzará el pináculo del mito. Morirá no como líder político, sino como líder religioso. Será él mismo a planearlo de esa forma.

En este contexto, la figura de Jesús refleja las ideas de la teología de la liberación. No solo él deja que sus apóstoles presenten sus milagros como verdaderos, cuando no lo son; no solo habla de paz, y al mismo tiempo prepara la guerra; también encontramos que, en no pocas ocasiones, está dispuesto a mentir para así lograr una ventaja estratégica que de otra forma no tendría. Es tal este juego que, en cierto punto, hasta se le va de la mano. Es el caso del levantamiento del cadáver de Lázaro. Él sabe muy bien que su cuñado es cataléptico, pero planea su supuesto levantamiento para mejor elaborar su imagen de mesías. Las masas, siempre ignorantes y supersticiosas, se lo creen. De ahí a montar el espectáculo, al menos en expectativas, de su propia resurrección, es sólo un paso.

¿Qué es lo que enseñaba la teología de la liberación? Que los que trabajan por el Señor, los que quieren redimir las masas hambrientas y reprimidas, tienen que tomar las armas y no llevarse simplemente de las palabras, poco importa lo bien motivadas que son. En este proceso, si hay que adoptar los medios de los opresores para alcanzar la meta de la liberación nacional, que así sea. Es el marxismo, que está detrás de ella, lo que lleva a la teología de la liberación a esta posición extrema. Detrás del marxismo está el mismo jesuitismo. Y éste siempre ha aceptado el juego maquiavélico en las luchas que emprende para alcanzar las metas que se propone.

No en balde, pues, Jesús de la tierra está dedicada al obispo martirizado Oscar Arnulfo Romero. Por mucho tiempo, como miembro jerárquico de la Iglesia, el obispo Romero no tuvo reservas en respaldar la dictadura en su país. Después, con el paso del tiempo, fue sensibilizándose a la tragedia del pueblo salvadoreño y optó por la lucha abierta en su contra. Murió como consecuencia de ello. Censurado tanto por la Iglesia, como por el Estado, al final terminó siendo una figura referencial importante para la teología de la liberación.

Que esta teología del siglo XX se encuentre detrás de la figura que Edwin elabora de Jesús es más que evidente a cualquiera que lea la obra con detenimiento. Y es por esta razón que sostengo que, como novela histórica, ella hace del pasado el espejo del presente.

Aunque ya no se mencione como fuerza viva en las sociedades actuales, la teología de la liberación ha llegado hasta la cúspide del poder dentro de la misma Iglesia. En parte, esto se refleja en la elección de un papa latinoamericano, el papa Francisco. Políticamente hablando, esa teología también ha escalado los altos peldaños del Estado. Sus ideas se manifiestan en muchos de los gobernantes que nos gastamos hoy en día. Digo “nos gastamos” porque esos gobernantes han hecho del jesuitismo el sine que non de su existencia política. Mienten y pretenden milagros, ahí donde no hay más que desprecio por los pueblos.

O sea, que la teología de la liberación tuvo sus limitaciones. Primero, al adoptar el maquiavelismo, terminó con embaucar a las masas, una vez la epopeya heroica de la liberación nacional llegó a su fin. Segundo, era obvio que la lucha revolucionaria era sólo una fase de la liberación. Una vez esa liberación en términos políticos se consigue, ¿qué es lo que viene? ¿Implica eso que ya el pueblo alcanzó el anhelado paraíso? ¿Y en qué consistiría ese paraíso?

No solo de pan vive el hombre. La liberación nacional a lo mejor trae el pan consigo. El Imperio es derrotado. ¿Y ahora qué?

En la novela, Jesús parece darse cuenta de esta paradoja. Su meta inicial es la liberación nacional. Es una meta política y militar. Él emplea todos los recursos a su alcance para conseguirla. Miente, hace que sus apóstoles lo conviertan en un taumaturgo sin serlo, y contrae alianza con Barrabás. Pero, cuando todo esto fracasa, ¿qué hace? Se desplaza paulatinamente de su posición político-militar a una posición siempre más y más religiosa. A lo mejor, al inicio, no se da cuenta de lo que ocurre. Quizás piensa que es uno más entre los muchos expedientes que adopta en su lucha. Y, en efecto, es así cómo planea el levantamiento del cuerpo de Lázaro. Es una estrategia que le resulta. Y es una idea que él mismo considera brillante. Las masas, deslumbradas por ese espectáculo, acudirán a su causa más que antes.

Regresamos de esta forma al mito. Una vez no se materializa la acción militar en conjunto don Barrabás, y una vez el espectáculo del levantamiento del cadáver de Lázaro eleva al máximo la reputación de Jesús como taumaturgo, despertando así en las masas no el interés político, sino el religioso, Jesús va desplazándose de su posición política inicial a una posición religiosa. Ni él mismo se da cuenta de lo que ocurre. Y Edwin tampoco maneja este asunto con claridad. O sea, que no nos dice exactamente cómo y cuándo ocurre este desplazamiento. De repente nos encontramos con el hecho de que Jesús se declara hijo de Dios y el mismo Dios. Ya el reino que promete no es Israel libre del yugo romano; es otro: el reino de los cielos, donde él ascendería tras su sacrificio en el madero. Es ese el reino que ahora promete a sus seguidores.

Es decir, Jesús ya no es un líder político; es un líder religioso. Y es un mito al mismo tiempo. Su propia resurrección, explicada lógicamente de varias maneras –como una broma de Pilatos, como hurto del cadáver por parte de los mismos apóstoles, como trampa de Caifás–, sella el mito. Jesús se crece más allá de su figura política. Ahora es, de veras, el mesías. Y es de esta forma que se mantendrá en el tiempo, poco importa cuales hayan sido los hechos reales de su vida. O sea, la resurrección es el mito; y éste, a su vez, es la misma resurrección.

Por consiguiente, quien más lo representará después de su sacrificio no es Pedro, el apóstol que escogió para que continuara su obra; ni es ningún otro de los apóstoles. Es Saulo o Pablo de Tarso. Pablo comprenderá que lo que cuenta de Jesús no es lo que fue realmente en su vida, sino lo que llegó a ser a través del mito de la resurrección. Su figura histórica está atada a la comunidad judía; el mito, sin embargo, rompe con ese vínculo y la proyecta como una realidad universal.

Es así como Pablo lo entiende. Y es así como presentará a Jesús en su mensaje. Aparentemente, es lo que el mismo Jesús quería, pues se le aparece en varias ocasiones para enfatizarle ese punto. Esto nunca ocurre con Pedro. Tampoco con los otros apóstoles. Ni siquiera ocurre con la misma Magdalena.

Aquí se evidencia una contradicción en la impostación de la obra. Pero es la misma contradicción de siempre, la que implica esa máxima: No solo de pan vive el hombre. Es decir, que la redención que el líder político y militar lleva consigo es invariablemente limitada. Más allá de la liberación nacional, está la liberación del ser humano como tal, y esto implica una liberación de carácter espiritual.

“Jesús de la tierra”, así, como reza en el título, significa que la figura de Jesús que Edwin presenta es la figura de Jesús elaborada por la teología de la liberación, o sea, un Jesús que lucha con el pueblo, que es pueblo. No es, de ningún modo, esa figura abstracta y angelical que la Iglesia presenta. Pero, en el desarrollo de la obra, este Jesús lo encontramos sólo hasta el levantamiento de Lázaro. Después de eso, como ya he dicho, la figura de Jesús va cambiando. Dejará de ser un líder político y militar, para convertirse en un líder estrictamente religioso.

De ahí la contradicción de la cual hablo. Edwin empieza con presentarnos una figura de Jesús que sale de la teología de la liberación, para después terminar con otra, con la figura de Jesús como mito de resurrección. No solo de los judíos, sino de toda la humanidad. Es como decir: la obra empieza con un Jesús “de la tierra”, pero termina con un Jesús “de los cielos”.

Y es aquí donde Jesús, en verdad, adquiere importancia. De no ser así, ¿cuál sería la diferencia entre él y Barrabás? Ninguna. Y la historia de los hombres se habría olvidado de él de la misma manera en que se olvidó de tantos y tantos líderes políticos y militares. Cuenta el mito. Sólo en el mito se encuentra la posibilidad de una auténtica liberación, ya no solo del cuerpo, sino del alma también. Ya no solo nacional, sino universal.

Pablo, entonces, no se equivocaba. Perdió su cabeza en Roma por esa verdad. La única revolución que valga la pena es exclusivamente espiritual. Y es este tipo de revolución que, ironía del caso, triunfará sobre el Imperio. Será a través de Constantino, en el Concilio de Nicea.

Sin duda, hay otras instancias donde, como novela histórica, Jesús de la tierra ve el pasado como un espejo del presente. Entre éstas, la más importante se encuentra en el trato que se le da al personaje de la Magdalena. Edwin la divorcia de la imagen tradicional que tenemos de ella, para convertirla en una especie de feminista ante literam. Por ejemplo, no se contenta con hacer de ella la amante de Jesús, una tesis muy conveniente para las feministas; la convierte en su esposa. Magdalena posee una complejidad de carácter que la saca del ambiente social y religioso de su tiempo. Quiere ser y es una líder en todos los sentidos. Revela ambiciones que ofenden a los apóstoles, primero entre ellos, a Pedro. Es una mujer pasional y hace de Jesús un amante sensual insospechado.

Dicho todo esto, hay que entender que aquí se hace imposible un análisis detallado de la obra. Por su extensión y, más aún, por el hecho de que, a excepción de algunos elementos, lo que nos ofrece es un recuento pormenorizado de la vida de Jesús, desde la infancia hasta su crucifixión y resurrección. Sería fútil indicar cómo Edwin manipula ciertos aspectos de ese recuento. No tiene ninguna importancia. Lo que cuenta en la obra no son los detalles; es lo que he dicho acerca de la transición que se observa en la figura de Jesús, de líder político y militar a mito.

De querer, es posible achacarle a Jesús de la tierra todo tipo de error en el estilo y hasta, a veces, en el mismo manejo de la gramática. Edwin, claro está, se hace responsable de estas fallas. Pero el asunto es más complejo. Entran en juego la misma extensión de la obra, como también el ambiente editorial que tenemos en el país, un ambiente poco propenso a asegurarse que un texto salga con un mínimo de errores posibles. Estas cosas no excusan la falta de calidad en el resultado. Pero son cosas que hay que tomar en cuenta y que nos obligan a demostrar, aunque sea cierta consideración, al respecto.

(5/10/17)

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