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Crítica Literaria

La Luisa, de Manuel Mora Serrano

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Giovanni Di PietroEspecial para Listín Diario

No es nada fácil escribir acerca de esta nueva obra de Manuel Mora Serrano. No lo es porque es casi imposible catalogarla. ¿Qué clase de novela es? Nada más por su extensión –800 páginas– parece ser algo así como uno de esos enormes y pesados monolitos que encontramos en los distantes tiempos prehistóricos y que nadie logra determinar exactamente qué es y cuál fue su función. O sea, una especie de Stonehenge o de Pirámide de Guiza. Cuando nos adentramos en la lectura, pronto nos encontramos despistados y perdidos. ¿Qué es lo que nos está diciendo? ¿Hacia dónde se dirige su discurso? Tenemos, sin duda, la Introducción del autor. Es lo que se supone nos permitiría trazar el rumbo de nuestra lectura de forma clara, creemos. Pero eso no resulta de ningún modo. Todo ese hablar de “novela escénica”, por ejemplo, ¿qué quiere decir? Es obvio que, no importa la novela, si hay personaje que hablan, que dicen, lo que después sale de ello es siempre una novela de carácter escénico. Mora Serrano nos habla de la puntuación particular que adoptó. Este punto tampoco tiene mucho sentido. Leemos la página de manera normal, y, que él lo quiera o no, la tendencia es imponer mentalmente lo que sería la puntuación tradicional. O sea, que ese experimento tendrá sentido para el autor, pero no aporta nada a nuestro entendimiento y nuestra apreciación de lo que estamos leyendo. Es sólo una modalidad entre muchas otras. El indicio clave que Mora Serrano nos ofrece para entender la obra es las referencias que hace a la Era. Nos dice que refleja cómo los personajes menudos que presenta, los humildes protagonistas sociales de Campeche y de Pimentel, de los pueblos rurales de ese período, vivieron la dictadura. Lo que ocurre, sin embargo, es que esa dichosa Era aparece en el relato sólo de soslayo. Aquí, allá y acullá se menciona el factor Trujillo, pero no es más que eso. No hay personajes en el relato que representen ese tema de forma destacada. Linito Cordero, el inválido que anda gritando “¡Abajo el gobierno carajo!” no basta para darnos un retrato de lo que ocurría. Tampoco basta el mudo antitrujillismo de tío Fido, el cual, por cierto, es contrastado por el ferviente franquismo de su compinche en las hazañas báquicas que es el padre Puro. Que la obra nos dé una fiel descripción del tipo de desmedidas alabanzas que se le proporcionaban al tirano en los actos públicos, en este caso un concurso literario, o que mencione algún “desafecto” al régimen, como el padre Roble Toledano, significa muy poco. De manera que no podemos decir, con el autor, que la obra trata principalmente de eso. De hecho, en un punto del relato, el mismo autor se da cuenta de esta falla y, en el capítulo que titula “Rebelión de un pueblo amordazado”, que aparece en la pág. 666, es decir, casi al final, parece correr a los reparos, insistiendo sobre algo que, a fin de cuentas, no está en el texto.

Vemos, pues, cómo todo se complica y conspira para que un análisis de la obra que sea claro y directo y que llegue a fondo se hace imposible.

A primera vista podemos decir que lo que tenemos entre manos con La Luisa no es exactamente una novela, sino una colección de cuadros campesinos y escenas aldeanas, ya que trata de personajes rurales y de dos aldeas, Campeche y Pimentel. Sin embargo, aunque esto sea en parte verdad, se nos hace muy cuesta arriba sostener tal cosa como el sine qua non de lo que estamos leyendo. ¿Por qué? Simplemente porque aquí nos encontramos con campesinos que nunca vemos trabajar sus tierras. Nos encontramos con bodegueros, como el tío Fido, que nunca atienden su bodega. Y nos encontramos, por fin, con curas como el padre Puro, que nunca suben al púlpito. Entre las mujeres, las únicas que vemos trabajar es la madre de Luisa, la maga de la cocina en esos parajes, y Mariita, la cual mantiene limpia y organizada su casa. Los dos pueblos, Campeche y Pimentel, son mencionados, pero no descritos. Podemos considerar la historia de la Liberata, el primo travestí de Luisa, como una estampa de aldea, ya que todos los pueblos tienen personajes de ese tipo, pero eso no basta para que podamos considerarla como importante dentro de la obra. También podemos considerar toda esa larga saga del Pata Plana y los picapleitos como una estampa aldeana. Sólo que, pese a su excesiva extensión, lo que sale de ella es la predilección del autor por un personaje bastante aburrido y su conocimiento personal, como lo indica en la Introducción, de las prácticas mañosas de esos supuestos abogados del pueblo.

Viene en mente ahora la presencia de todas esas cartas entre Luisa y su tía Tijuana como parte de la obra. No se puede negar que ellas, salvo una que otra, causan el aburrimiento más contundente en cualquier lector mínimamente atento. Esos Tiita, Tiota, Tioota, Tiooota, Sobrinita y Sobrinota nos causan risas. Muchas de ellas contienen opiniones acerca de escritores, obras y conceptos literarios que se nos hace muy cuesta arriba creer que pudieran interesar a una niña campesina de catorce años como Luisa o a una puta letrada como su tía, no importa lo muy leídas que estén. En una de ellas, la que aparece en el capítulo titulado “Vivir mundos imaginarios”, (pág. 306) por ejemplo, Luisa hace referencia a Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, a Vargas Vila, a la Poesía Sorprendida, a los Cuadernos Dominicanos de Cultura, a Pedro Mir, a la Generación del 48, a “Yelidá”, a Paul Valery, a Paul Eluard, a André Bretón y a Salvador Dalí, mientras que Tijuana, en su respuesta, menciona a Pío Baroja, a Juan Ramón Jiménez, a Marcelino Menéndez y Pelayo, a Juan Sánchez Lamouth, a Marcio Veloz Maggiolo, a Melba Marrero de Munné, a Leopardi, a Pedro Contín Aybar y a Américo Lugo. O sea, que todos estos nombres producirían una indigestión literaria a cualquiera por el resto de su vida. En esas cartas también hay expresiones contra el gobierno de Trujillo que nunca nadie se hubiera atrevido a poner por escrito. Lo cual nos dice dos cosas: primero que ese conocimiento está muy por encima de esos dos personajes, y, por consiguiente, no les pertenece a ellos, sino que le pertenecen al mismo autor, el cual las está proyectando en ellos; segundo, que subrayan el carácter aburrido de esas cartas. En efecto, con relación a este último punto, el mismo autor, confundiendo su propia voz con la del personaje de Luisa, hasta sugiere que, al no gustarles la literatura, los lectores “pueden brincar estas misivas y no ha pasado nada”. (pág. 267)

Lo que nos lleva directamente al concurso literario, el cual, vamos a ser sinceros, es algo así como la piedra de escándalo en nuestro recorrido por la obra. ¿Qué quiere decir ese concurso? ¿Qué importancia tiene? Podemos tomar una salida fácil y pretender que está ahí para ilustrar lo amañados que los concursos literarios eran en el período de la Era y todavía siguen siendo. O quizás como una forma de explicar la afición que Luisa tiene por la literatura, lo que supuestamente la llevaría a escribir la obra que estamos leyendo, pues ella sería su autora en términos imaginativos. Sólo que nada de esto funciona. Es que este recuento del concurso literario le brinda la oportunidad al mismo Mora Serrano para entrarle a dos manos a lo que más le fascina, que es hablar de asuntos literarios en general, eso es todo. Esto es así porque no es verdad que una muchacha campesina, que tiene sólo catorce años cuando el concurso, sea capaz de externar tantos conocimientos literarios, conocimientos, además, muy precisos y a veces hasta abstrusos. Tampoco es verdad que sea capaz de hacerlo después, a los dieciocho años, cuando ya estaría escribiendo la obra. Todos esos nombres de autores y títulos de obras que se mencionan y todas esas opiniones que se nos ofrecen sobre el Postumismo, la Poesía Sorprendida, Moreno Jimenes, Borges, Baudelaire, Mieses Burgos, Pessoa, Emily Dickinson, etc., etc., ad nauseam, seamos sinceros, no pueden de ningún modo pertenecer a Luisa. Es que ese personaje, por lo menos en términos literarios, es una mera proyección del mismo Mora Serrano en el personaje principal de su novela. Luisa será todo lo inteligente que se quiera, y recibirá todos los conocimientos de la biblioteca del tío Fido, de las muchas nociones literarias de las conversaciones entre Fido y el padre Puro, como también de las cartas de su tía y mentora, la puta letrada Tijuana; pero, pretender que a los 14-18 años no solo sepa, sino que entienda, todas esas cosas que se le adjudican, es pretender demasiado. De nuevo, lo que aquí tenemos es una proyección del autor en el personaje que creó.

Pues bien, si todo esto falla, o sea, falla en el sentido de darle a la obra un tema central que aglutine esas 800 páginas en lo que Mora Serrano llama una novela, al final, ¿qué es lo que encontramos que tenga esa función? Muy simple: es el tema sexual. Los campesinos, o más bien, las campesinas, no trabajan la tierra, pero siempre están trabajando otro asunto, que es el asunto sexual. Los bodegueros y los terratenientes a lo mejor no atienden sus bodegas y fincas, pero siempre están en asuntos sexuales. El padre Puro no sube al púlpito, pero o habla de sexo con el tío Fido, ex seminarista casado con una ex puta, o nos está contando su relación con Rosalia, la hermosa huérfana que lo seduce y con quien tendrá una hija. En efecto, le gusta tanto la cosa que colgará definitivamente los hábitos.

Esto del tema sexual que aparece página tras página sin descanso, y esencialmente en su variante lésbica, Mora Serrano nos lo menciona al mismo tiempo en la Introducción, donde nos dice que no quisiera que le acusaran de libertino. Es tan prevaleciente la presencia del tema sexual en La Luisa que, al final de esa Introducción, el autor hasta nos dice que su propia madre, maestra y mujer santa, al estar consciente de ello, seguro que se lo objetaría. O sea, que Mora Serrano está más que consciente de que ese, siempre en su variante lésbica, y no otro, es el auténtico tema central de la obra, el tema que mantiene juntas todas sus partes dispersas y a veces hasta disparatadas.

En lo que leíamos La Luisa, a menudo nos venía en mente El Decamerón de Boccaccio. Esto por dos razones. Primero, la presencia de los cuentos colorados, muchos de ellos hechos a lo Boccaccio; segundo, por su posible marco. En el caso del cuento colorado, hay que hacer cierta distinción. Para el escritor florentino, el acto sexual es casi siempre heterosexual; para Mora Serrano, sin embargo, es predominantemente lésbico. Tan es así que, de no cuidarse, llegamos a la conclusión de que, en esta obra, él funge más como un ginecólogo frustrado que como un novelista. No hay cantor más persistente de la humedad femenina que Mora Serrano en todos esos cuentos colorados que se inventa a todo lo largo y ancho del texto. Él, sin duda, sabe su asunto, y, si pretende que el sexo que se practicaba en las aldeas de Campeche y Pimentel era el que describe, tenemos que creerle, y eso, aunque suene un tanto raro. El cuento de la primera noche de bodas de don Tulio y doña Tula, por ejemplo, ¿qué es, sino un cuento que muy bien pudiera salir de las páginas del Decameron? Así el otro del padre Puro cuando observa las desnudeces de Rosalia en lo que se baña y cómo después la muchacha tiene relaciones con el Primo, pero sin perder su virginidad. Se la reserva al padre Puro, al cual vuelve loco mordiéndole la mano en lo que recibe la ostia consagrada durante su boda, y luego, cuando ya viuda, seduce en una noche tempestuosa. Estos son sólo dos ejemplos, entre muchos otros.

Es más transcendental la segunda razón, o sea, la del marco. Es posible ver El Decamerón no solo como una mera colección de cuentos, sino también como una novela. Esto es así porque los cuentos que conforman la obra están enmarcados en el asunto de la peste. La peste llega a la ciudad de Florencia, y una comitiva de jóvenes, para evitarse el contagio, se traslada al campo donde, como forma de distracción, cada uno inventa una serie de cuentos. Muchos de esos cuentos serán de contenido sexual; otros, no. Hay jóvenes que insisten en contar cuentos que, al contrario de los otros que se remontan el tema sexual, enaltecen moralmente. Al estudiar tanto los cuentos de los unos, como de los otros, junto al carácter individual de los personajes que los cuentan, podemos elaborar toda una discusión acerca de la naturaleza humana y establecer lo que debería ser importante en nuestra vida o no. De ahí la posibilidad de considerar a esa obra como una novela.

¿Cuál es el marco de todos estos cuentos colorados que encontramos en La Luisa? Es, obviamente, el de la dictadura de Trujillo. Esa es la peste, y es para repararse de esa peste que, en cierto sentido, los personajes que aparecen en la novela se encierran en sus supuestas costumbres campesinas, entre las cuales, según Mora Serrano, se destacaría casi exclusivamente la pasión lésbica. Esto no quiere decir que esos personajes no tengan sus relaciones normales. Más bien, quiere decir que, como con las prácticas heterosexuales de los personajes en los cuentos de la obra de Boccaccio, para ellos esa práctica es más bien una diversión, la diversión que los alejaría de la peste que representa la tiranía, peste que los relega a la más profunda miseria e ignorancia.

Lo que es raro, pero, es que entre todos esos títulos que el tío Fido y el padre Puro, aparentes empedernidos devoradores de obras eróticas, mencionan no aparezca nunca El Decamerón, algo que, entendemos nosotros, debería ser obligatorio en esas circunstancias. Además, pese a sus supuestas extensas lecturas, tampoco lo hacen Luisa y su tía Juana.

No es que Mora Serrano esté obligado a referirse al Decamerón y hacer uso de ese libro en La Luisa. Es que hay similitudes entre ambas obras, como hemos indicado. En efecto, la similitud que más podemos notar se encuentra exactamente en el discurso que en la Introducción el autor hace con relación a la posible objeción que se le pueda hacer a su novela, que es la de considerarla como una obra libertina. Con todos esos cuentos colorados que contiene, con esa insistencia maniaca en el erotismo lésbico, es evidente que se está escondiendo algo. Es que Mora Serrano, quizás sin estar consciente de ello, le teme al posible cuestionamiento, no de los cuentos colorados y su contenido, sino a su propio concepto de la moral, el cual sería un concepto completamente libertino. No en balde lo menciona en la Introducción, así como para despejar los malentendidos que puedan surgir. Y no en balde regresa sobre el asunto a través del tío Fido y sus conversaciones con el padre Puro, cuando hablan acerca de la literatura erótica, de obras de erotismo, como algunas de Flaubert, de Quevedo, de Alix, etc. Lo remata cuando hace que Luisa descubra y lea esas obras prohibidas que tiene en la biblioteca, en especial Las canciones de Bilitis y Afrodita de Pierre Louys.

Sin embargo, el discurso no se encuentra en estas cosas; se encuentra, por el contrario, en el capítulo “La llamaron la milagrosa”, donde Mora Serrano hace referencia a Baudelaire y cita por extenso el famoso poema que introduce Las flores del mal, ese en el cual el poeta decadente se dirige a un supuesto lector hipócrita.

Que el personaje de Luisa sea una proyección del mismo Mora Serrano es subrayado por lo que encontramos en el primer párrafo de este capítulo. La que habla es Luisa; pero, sin darse cuenta de lo que ocurre, de repente el autor se revela a sí mismo como lo que es, o sea, como la fuente de las opiniones que ella exterioriza. Lo hace cuando el texto dice: “De todo esto el lector quedó avisado en la Introducción.” (pág. 552) Aquí no es Luisa, o sea, el personaje, quien habla; es el autor, pues la Introducción a la obra la escribió él, no el personaje de Luisa. O sea, que de esto deducimos cuál es la filosofía de vida de Mora Serrano, la de los libertinos. O, mejor dicho, la filosofía de vida que él quisiera que fuera suya. Sí, en este sentido, o en la Introducción no hubiera traído a colación las acusaciones que a lo mejor se le harían a La Luisa, y menos aún las referencias a su madre, quien objetaría lo que ha escrito.

El discurso que Mora Serrano quiere llevar a cabo es que el moralista es siempre un hipócrita. Es lo que se deduce del poema de Baudelaire. Pero, si eso es así, ¿para qué excusarse con los lectores y, en especial, con su madre en la Introducción? A fin de cuentas, si tenemos que excusarnos por algo, es porque no estamos del todo seguros de la posición que hemos tomado. Es que no es posible escribir una novela de 800 páginas recitando el papel del ginecólogo frustrado y pensar que todo está en orden. No se pueden reducir todas las relaciones sexuales en las aldeas de Campeche y Pimentel a las posibles tendencias lésbicas de ciertas mujeres que aparecen como personajes en la obra y pensar que eso sea una indiscutible verdad. Hay también algo como la fantasía imaginativa del mismo autor que hay que tomar en cuenta. El ejercicio narrativo, con las situaciones que se van creando, a menudo arrastran consigo a un escritor. El resultado es que él, que sea Mora Serrano o cualquier otro, siempre irá diciendo e inventando cosas que pueden muy bien estar lejos de la realidad.

En esto entra en juego la técnica que prevalece en La Luisa, que es la del realismo mágico. Ésta es una técnica que le brinda al escritor mucha libertad para inventar situaciones donde lo real y lo imaginativo se mezclan irreparablemente. Es una técnica que resulta muy provechosa, lo que explica por qué se ha usado tanto en el pasado y se sigue usando todavía. De modo que Mora Serrano, por ejemplo, se puede inventar lo del feto en el frasco de formol y la relación que se establece entre él y Luisa, su prima, y continuar con ese cuento hasta convertirlo en la pieza más importante de la obra, ya que, al final, ella no solo se casaría con Fidito, o sea, con el feto del hijo abortado de los tíos Fido y Fida, sino también que éste hasta posea el cuerpo de aquel que la desflora definitivamente, el de Luisito, su otro esposo, el carnal. Es decir que, a través del realismo mágico, el escritor se puede inventar de todo sin nunca rendirle cuenta a nadie en términos lógicos.

Pero, para regresar a la filosofía de los libertinos de Mora Serrano, la cual aparece, insistimos, como sustrato de La Luisa, la cuestión que se presenta es si de verdad el moralista es siempre un hipócrita, así como se pretende a través de la Introducción y de los versos de Baudelaire. ¿Es ser hipócritas sostener que hay reglas de conducta sexual? No se me diga que todos esos encuentros eróticos a lo Safo que se presentan en esas 800 páginas sean lícitos, según sostiene el autor. Ellos empiezan como un juego, y, supuestamente, es lo que ocurre entre las niñas de Campeche y Pimentel. Sin embargo, con el paso del tiempo, se convierten en pura aberración. La vida de doña Tula nos lo confirma más allá de cualquier duda. Ella vive para corromper doncellas. Es lo que pasa con Tijuana y lo que pasará con Luisa. Doña Tula no es sólo una libertina consumada; es también, y aún más, una pervertidora de menores. El autor, a causa de su propia filosofía de la vida, parece no ver nada de malo en esto. Es la costumbre, dice. Ella no es una hipócrita. Le gusta lo que hace y ya. Decimos esto porque ese tipo de práctica sexual no parece dejar ninguna marca psicológica en esos personajes, algo que encontramos difícil de creer, pues de ningún modo es una práctica normal. Por eso, en la escena cumbre que ilustra la filosofía de los libertinos, doña Tula, metida en la cama con seis personas, incluyendo el viejo don Tulio, su esposo, se sale con esta frase reveladora, puesta en letras itálicas por el mismo autor: “Solo se vive una vez y hay que aprovechar. En el cielo no hay de eso.” (pág. 637) Esto, viniendo de una asquerosa y acabada como ella, ya no tiene nada que ver con una filosofía de la vida; es pura corrupción de cuerpo y alma, cinismo a su estado puro.

Es que el moralista no necesariamente tiene que ser un hipócrita, como Mora Serrano piensa. Puede, en efecto, sustentar su posición desde una perspectiva de máxima sinceridad, como regla de vida, sin falsos tapujos moralizantes y sin envidiarle al libertino su aparente ilimitado gozo sexual. O sea, que el moralista puede ponerse por encima de su supuesta hipocresía de fondo. Sus valores, en este caso, estarían dirigidos hacia lo alto, hacia el espíritu, y ya no tienen nada que ver con dogmas insostenibles que pertenecen a los instintos animales que todos llevamos adentro. Aquí podemos traer a colación dos situaciones en que Dante trata el asunto en su Comedia. El libertino, ya convertido en cínico como doña Tula, es igual a la Semíramis de la obra de este poeta, esa reina que, para practicar sin molestias sus aberraciones, “libito fe’ licito in sua legge”. (Inferno, V, v. 56) No se trata de sustentar una posición filosófica; se trata de darle riendas sueltas a sus más bajos instintos. Y Dante, como respuesta a esto, pone estas palabras en labios de Ulises, o sea, de ese hombre que lo experimentó todo en la vida: “fatti non foste a viver come bruti,/ma per seguir virtute e conoscenza.” (Inferno, V, vv. 119-120)

Lo que significa que, aunque no parezca y aunque tampoco quiera admitirlo, al fin y al cabo, Mora Serrano estaría rechazando su propia filosofía de la vida. Él es un libertino que quiere ser libertino, pero sin al mismo tiempo estar seguro de sí mismo. Tiene que ser así porque, si le ponemos atención a este asunto, el auténtico escritor no puede nunca ser un libertino y llevar esa posición a los extremos del cinismo. Si lo hace, ¿qué clase de obras va a escribir? El libertino más libertino de todos, el Marqués de Sade, debidamente mencionado en La Luisa, pese a las interpretaciones que sus acólitos hacen de sus obras, nunca logra sostener lo que sostiene, pues lo que resultaría de su práctica no sería más que autodestructivo. Del “divino Marqués”, los libertinos de pacotilla han querido hacer un gran escritor cuando, en verdad, sus obras son muy, pero muy modestas en su alcance. En efecto, diríamos que son como la comida francesa: con mucho relumbre, pero poco sustanciosa. Y este símil lo podemos fácilmente aplicar a todos los libertinos del mundo: pretenden ser gran cosa y, al final, no son sino las figuras más patéticas de la historia humana. Lo son porque no poseen ningún sentido de decoro y de sensatez.

Mora Serrano, claro está, no aceptará nuestro desmedido elogio del moralista y tampoco tiene que aceptarlo. El hecho es que La Luisa, como novela, tenía que terminar en la página 637, con esa escena apocalíptica de doña Tula en cama con las seis personas, más don Tulio que, al ser ya un viejo momificado, no sabemos exactamente cuál sería su función o utilidad sexual en el trance que se describe. La frase de doña Tula que hemos citado más arriba es el grito final del libertino. No hay transcendencia. No hay un más allá. No hay una moral. Sólo hay el gozo sexual ilimitado. Sin embargo, pronto nos encontramos con el hecho de que el autor regresa al inicio de la obra y retoma el cuento del Pata Plana y los picapleitos. Lo hace sin ninguna razón. O, si la hay, es sólo como una manera de atar los cabos sueltos que se quedaron pendientes.

Que esto es así lo averiguamos también a través de esos capítulos que están fuera del esquema de la novela, como “Rebeldías de un pueblo amordazados” (pág. 666) y “La gran líder que debió surgir a la muerte de Trujillo” (pág. 672). Estos capítulos son simples añadiduras que no se relacionan con nada. Es que hay un único, importante asunto que queda pendiente para el autor: resolver la cuestión de la virginidad de Luisa. Virginidad no en el sentido de las pasiones sáficas, de las cuales ella ya experimentó bastantes, y entre las cuales las principales son su aventura en la cama con doña Tula y otra bañándose en el charco con su tía mentora, la puta letrada Tijuana; más bien, en el sentido de una pasión normal con un hombre, con el Luisito que está esperando detrás de los bastidores, y, aún más, en el sentido de una filosofía de la vida que se sitúe más allá de la filosofía de los libertinos sostenida por el autor.

¿Se acuerdan de lo que dijimos acerca de los otros contenidos, los no sexuales, del Decamerón? Es que una filosofía de la vida siempre tiene dos caras: la libertina, que es, sin duda, la más evidente, y la moralista, que es la que invariablemente recibe todos los abusos, siendo el primero, como vimos, la acusación de hipocresía. Ocurre que la vida humana no es ni puede ser sólo libertina o sólo moralista. Es una combinación de ambas cosas. El libertino, como hemos notado con doña Tula, termina en el cinismo y no cree en nada, sólo en el espasmo de la carne. Mientras dure, después de lo cual o se pega un tiro o, ironía del caso, se volverá más hipócrita que cualquier otro hipócrita, refugiándose en los más tenebrosos dogmas religiosos. El moralista, por su parte, tiene que cuidarse de esos mismos dogmas. Y lo hace aceptando el hecho de que, en la vida, la moral es flexible; que no es lo que las instituciones del Estado y de la Iglesia establecen, sino lo que establece el mismo ritmo de una vida llevada con el bienestar de los demás en mente. En El Decamerón, estas dos caras son obvias. Nos reímos de los personajes que insisten en contar cuentos que enaltecen y ennoblecen; sin embargo, ¿qué sería esa obra sin ellos? Sólo un libro compuesto exclusivamente de cuentos colorados. No en balde, en sus años más avanzados, Boccaccio insistió que esa no era su mejor obra y hasta la rechazó. Se salvó, como muy bien se sabe, por su estilo y por la mucha fantasía creativa que demuestra. Se salvó, además, por el cambio de moral que hubo, pasando de una moral aristocrática a otra burguesa, más abierta a compromisos.

Pues bien, en La Luisa hay también esos otros contenidos. Por cierto, no muy acentuados, pero que, curiosamente, Mora Serrano escoge para terminarla. Se reducen a la extraña aventura de esa niña y después muchacha, Luisa, que, en medio de tanta promiscuidad lésbica y hasta metida en la misma cama con doña Tula y estrujada en el charco por su tía y mentora, la puta letrada Tijuana, no sabemos cómo, logra milagrosamente mantener su virginidad física.

Tío Fido, el ex seminarista, y tía Fida, una ex puta, se casan y no logran tener hijos. Poco importa lo que hagan en la cama, no les funciona. Ni siquiera cuando, en perfecta consonancia con las reglas del realismo mágico, el tío hace que la Tijuana pequeña, primero, y Luisa, después, le brinquen sobre el tallo para que “se le ponga duro el pantalón”, como dice. Parece que, al final, esta práctica tiene cierto resultado, ya que la tía sale embarazada. El bodeguero está contento y se esmera en cuidar a su esposa para que dé a luz a un niño sano. Tía Fida, sin embargo, tiene un pequeño percance, y el resultado es un aborto. El feto de Fidito, preservado dentro de una jarra con formol, toma su lugar en una especie de altar en la casa. Los tíos lo ven como un miembro más de la familia. Hacen que el padre Puro lo bautice, y Luisa, al entrar y salir del cuarto donde se encuentra, empieza a establecer una relación afectiva con él. En su superstición, los campesinos lo consideran un santo.

En el desarrollo de esta historia, los tíos deciden dejar todas sus propiedades a Luisa, que ya tiene dieciocho años, si acepta casarse con Fidito. Asesorada por Tijuana, quien ve en esto una ganancia económica sustancial para su sobrina, y convencido del asunto al padre Puro, Luisa entra en un matrimonio con el feto. Según el acuerdo, puede meterse con otros hombres –y obviamente mujeres–, pero tiene que mantenerse virgen. Luisa parece tomar en serio esta prescripción hasta tal punto que, al recibir propuesta de matrimonio de Luisito, su primer amor, la rechaza. No puede serle infiel a su esposo, sostiene. Luisito, que mientras tanto se metió en la filosofía hindú y cree en el matrimonio místico, entiende que se pueden tener relaciones sin nunca tocar la carne. Convence, pues, a Luisa, que quizás sea ésta la salida al dilema que los aqueja. Ella puede mantenerse virgen para Fidelito en lo que le descubre a Luisito sus intimidades a través de la ventana de su cuarto. Mientras tanto, él haría lo mismo a través de la suya. Es un arreglo que parece tener éxito, aunque, como dice Luisa, nunca se sabe lo que Luisito hace una vez se retira en privado tras su sesión sexual visiva.

El problema se presenta con Fidito, quien se comunica en sueños con sus padres y con Luisa. Él está tan prendado por la hermosura de su prima Luisa que no le basta con observarla desde la otra dimensión donde se encuentra. Aunque sea por una sola vez, quiere gozar de su cuerpo. En consecuencia, le propone en un sueño que se case con Luisito; sin embargo, que se le entregue a él, quien tomaría posesión del cuerpo de su esposo carnal, en la primera noche de bodas. Queda el problema de las propiedades, pero de eso se encarga el mismo Fidito que, siempre en sueño, comunica sus planes a sus padres. Esa experiencia sexual en la carne le costaría a Fidito su eternidad. Pese a esto, está dispuesto a sacrificarla con tan solo experimentar su primero y único coito con su esposa nada más mística hasta ahora. Todo se resuelve cuando un gato entra en el cuarto donde está Fidito, tumba la jarra que contiene el feto y se lo come. En esa primera noche de bodas, Fidito entra en la habitación del hotel, toma posesión del cuerpo de Luisito, y desflora a Luisa como acordado. Y aquí se acaba el cuento, como el autor diría.

Sin duda alguna, esta es una entretenida y hasta cómica historia contada dentro del género del realismo mágico y podemos tomarla exactamente por lo que es, sin nunca exprimirnos los sesos tratando de darle un sentido lógico a lo que ocurre. El realismo mágico es un asunto onírico y, como tal, no es necesario que lo que cuenta tenga un determinado sentido.

Y todo se quedaría así, si no fuera que lo que ocurre en esa historia de Luisa y su virginidad milagrosamente preservada en medio del ambiente apestado en que se desenvuelve y en manos de la corrupta y corruptora doña Tula, más esa despistada tía que tiene, la Tijuana, que la pone a leer apuntes y cartas sugestivas, le recomienda textos pornográficos, y, como culminación, la seduce mientras se bañan en el charco, no estuviera, al final, directamente relacionado a todo el discurso que hemos hecho acerca del moralismo y la filosofía de los libertinos, discurso que es, como vimos, el tema central de la obra.

Cuando el tío Fido, como seminarista y pupilo del padre Fantino, hombre reputado un santo, se enamora de la Fida, una puta en el cabaret de su prima Berta, deja atrás el moralismo dogmático que se le inculcó en el seminario y opta por el conocimiento de la carne, el paso hacia la filosofía de los libertinos es muy breve. Rápido, se vuelve un libertino y hasta un masón, como le recrimina el padre Puro. Fida, por su parte, se enamora de ese muchacho en olor a santidad, y, al casarse con él, renuncia a su profesión. Tanto el uno como la otra tendrán sus aventuras aparte, fuera del matrimonio, pero eso es normal dentro del ambiente en que viven. Al casarse con el futuro libertino y abandonar su profesión, Fida acepta el moralismo dogmático. De modo que ellos, aparte de ser personajes, son también símbolos de esas dos caras de la vida que mencionamos más arriba. Es que el libertino y el moralista son extremos que se atraen. Pero ¿qué ocurre en esta relación? Ocurre que no pueden tener hijos. O sea, que no se traduce en un futuro. El hijo que tienen será abortado. Es a raíz de ese aborto que Fido empieza a tener intereses fuera de su matrimonio, mientras que Fida regresa periódicamente a su condición de puta, aunque siempre se trate sólo de relaciones sáficas. Esto quiere decir que ni Fido, o sea, el libertino, ni Fida, o sea, el moralista, han madurado su auténtica dimensión. Al no haberla madurado, al no sentirla parte integral de su propia existencia, son dimensiones falsas, y, en consecuencia, abortos. El futuro se encuentra en madurar la posición que tomamos en la vida, no en mantenerla superficialmente. Fidito, en este sentido, representa el futuro abortado, un futuro en el cual el hombre y la mujer, el libertino y el moralista, se conjugan en una sola filosofía de la vida. Esta sería una filosofía en que la materia y el espíritu forman una sola identidad, pues el espíritu redime la materia y al enverso. Una vida vivida exclusivamente en la materia, como lo pretende el libertino, no es vida. Tampoco lo es una vida vivida en el moralismo dogmático. El futuro de la humanidad no está en uno u otro extremo, sino en la unión de ambos.

De ahí, entonces, ese matrimonio místico que se realiza entre Fidito, el futuro abortado de la humanidad, y Luisa, la esposa virgen que combina en sí misma la esencia material con la esencia espiritual. O sea, Fidito, el espíritu, que posee a Luisa, a la humanidad, a través de la materia, que sería el cuerpo de Luisito. O eso o seguir en lo mismo de siempre. Lo que quiere decir caer en la corrupción más degradante, lo que doña Tula representa, o abstraerse en un espiritualismo abstracto, lo que Luisito significa con su yoga y su orgasmo místico, el cual, como Luisa sospecha, al final, no es más que preludio al onanismo, que es sólo ausencia de vida.

Esto explica el personaje de la Doña, o sea, de la maestra, la madre de Luisito. De todos los personajes que aparecen en la obra, la Doña es el único que se salva del ambiente apestado en que se desenvuelven todos. No es una santa; es simplemente una persona balanceada en cuerpo y alma. Una viuda, se encarga no solo de educar de forma esmerada a su hijo Luisito, sino que trata de educar a todos los demás niños de esa misma forma. No se le conocen tendencias lésbicas, por ejemplo. Es la que descubre el talento literario tanto de Tijuana, como de Luisa. Es la que se esfuerza para traer el concurso literario a Campeche y Pimentel, lo que quiere decir que hace el intento de “civilizar” a esa gente abandonada y presa de la miseria y el vicio. Defiende a Luisito de las malas influencias. Hasta de la misma Luisa, que está enamorada de él. Y lo hace porque quiere que tenga mejor suerte de la que tendría al entregarse al tipo de vida que llevan los otros niños. Sabrá desde el principio del amor que Luisito y Luisa sienten el uno por la otra. Será ella la que se encargará de que esos dos jóvenes, que todavía se aman y siempre se amarán, se relacionen y terminen casándose. La Doña es el Alfa y Omega de la vida. Ella representa el amor que es la reconciliación entre el cuerpo y el espíritu, entre el libertino y el moralista, o sea, el amor de la persona que quiere ser libre del peso de los dogmas, lo que lleva a la corrupción (doña Tula) y que quiere preservar cierto decoro y cierta sensatez en la vida. En efecto, la Doña representa estas dos cosas y las combina en su persona: el decoro, ya que no se le conocen escándalos y tendencias raras, y la sensatez, puesto que es la que más preparación tiene. La Doña es el faro de luz en la oscuridad de la vida que los hombres llevamos. No en balde, pues, en la Introducción, al hablar de su madre, sobre la cual el personaje de la Doña está moldeado, Mora Serrano dice: “Como maestra era muy pudorosa en el decir y actuar y una creyente devota en el cristianismo.” (pág. 16) O sea, que, al igual que la Doña, combinaba en sí misma el decoro y la sensatez de que hablamos.

Para subrayar lo que decimos de la Doña, podemos mencionar dos otras instancias en que ese cinismo que resulta del desprecio que el autor demuestra para el moralista pierde el empuje que tiene en la obra. Están relacionadas con los personajes del Pata Plana y de Tijuana. Como muy bien se sabe, tanto el primero, como la segunda, no se distinguen por ser figuras muy edificantes. El Pata Plana es una persona que muerde la mano de quien lo ayuda y no tiene escrúpulos cuando de engaños se trata, pues llega hasta el extremo de causar el asesinato de un padre a manos de su hijo. Tijuana, pese a ese cuento de considerarse una geisha para justificar su estilo de vida, a fin de cuentas, no es más que una puta. Pues, bien, ¿qué es lo que redime a estas dos figuras en la obra? Al Pata Plana lo redime el amor que le tiene a Mariita, amor que hace que no se aproveche de lo ocurrido entre ella y Pidido para sacarle dinero a don Tulio, lo que demuestra que la honra de su hija está por encima del lucro. A Tijuana, por su cuenta, la redime esa escena en que se encuentra con su propio padre como cliente en el prostíbulo donde trabaja. Es una escena muy emotiva y lo que causa que deje de prostituirse, por lo menos de esa forma. O sea, que el personaje de la Doña no se queda solo. Por lo menos en estas dos instancias, más el ejemplo que vimos de la Doña, Mora Serrano se aleja de su filosofía de los libertinos para demostrar, aunque sea a regañadientes, que en la vida hay algo que va más allá de la corrupción del cuerpo y del alma.

Ahora bien, esta manera de analizar La Luisa, o sea, de analizarla haciendo énfasis en aspectos que están fuera del texto, como las referencias a lo que se dice en la Introducción, resulta de la obligación de verla desde una perspectiva unitaria y de darle un sentido. Porque, a fin de cuentas, si no hacemos este tipo de análisis, ¿qué ocurre? Ocurre que la obra se reduce sólo a una interminable colección de cuentos colorados, casi todos hechos de escenas eróticas de carácter lésbico. Podemos, sin duda, aceptarla como tal y decir que es una novela y ya. Sin embargo, esto es un tanto difícil sostenerlo. ¿Cuáles son sus personajes principales? ¿Qué es lo que hacen? ¿Qué es lo que su actuación ilustra? ¿Cuál es la idea central que se estaría comunicando? Es más que obvio que, al aceptar la obra desde esa perspectiva, estas preguntas no tienen respuesta. Y, puesto que no las tienen, se cae cualquier pretensión de considerarla como una novela. Pretender que no es una novela tradicional, y que esas preguntas no se aplican, sería una manera demasiado cómoda de deshacerse del problema que se presenta.

Y este problema se conecta directamente con el sentido de la obra. Donde no hay personajes principales que no desarrollan una trama a través de la cual se quiere ilustrar una idea, no puede haber una obra con sentido. ¿Qué significan todas esas escenas eróticas de carácter lésbico? ¿Por qué ocurren? ¿A qué están relacionadas? De nuevo, estas son preguntas que se quedan sin respuesta alguna. Mora Serrano, si quiere, puede muy bien mandarnos al diablo juntos a las preguntas que formulamos, y simplemente decir que lo que escribió es una novela de hecho y de derecho y que no tiene ni tiene que tener ningún sentido. Si eso es así, entonces nos quedamos mudos ante esas 800 páginas, pues no las entendemos. Y no las entendemos del mismo modo que, como dijimos al inicio, no entendemos esos monolitos prehistóricos que mencionamos. A lo mejor, desde este punto de vista, la obra tiene un sentido. ¿Será acaso un sentido recóndito al cual tiene acceso exclusivo sólo el autor? Pero bueno, ¿por qué no nos dijo desde un principio que esto era lo que estaba haciendo, en vez de hablar de campesinos, putas, picapleitos, la Era de Trujillo, etc.? Es que es muy difícil descifrar tales monolitos. O tienen sentido, y, a causa de nuestra ignorancia, no sabemos cuál es, o a lo mejor no tienen ninguno y, al enfrentarnos a sus enormes dimensiones, nos quedamos boquiabiertos y sólo inventamos sentidos que no corresponden a la realidad.

En nuestro caso, es evidente que quisimos extraer de La Luisa un sentido que tuviera cierta base en pruebas proporcionadas por el propio Mora Serrano. En parte, son las que nos ofrece a través de la Introducción. Sin embargo, como nuestro análisis demuestra, hay pruebas que también podemos extraer del mismo texto. Por ejemplo, ¿cómo explicar esa virginidad milagrosamente preservada de Luisa a todo lo largo y ancho de sus muchas aventuras? ¿Cómo explicar ese repentino interés del autor en introducir el concepto hindú del matrimonio místico? Es posible que sea una burla cruel de su parte. Pero cualquier lectura decente de la obra tiene que mirar detrás de la burla y buscarle una posible explicación. No hacerlo significa simplemente no leer la obra de una manera unitaria y aceptarla como una mera colección de cuentos colorados. Desde esta perspectiva, hay que admitir que no existe una novela. Que el autor sólo se inventó esas 800 páginas que corresponderían a lo que llama una novela.

Mencionamos estas cosas y hacemos este discurso porque es la única forma lógica de ver todo el asunto. Se supone que en un análisis crítico tiene que haber una lógica. Por lo menos en lo que concierne un análisis que se respete a sí mismo. O esto o inventarse de todo. Lo cual, sin duda, nunca ha sido nuestra práctica. No vamos a empezar ahora, pues. Y eso por mucho que quizás le gustaría al mismo Mora Serrano en la presente ocasión.

(15/8/17)

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