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La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf

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Darío Jaramillo AgudeloBogotá, Colombia

Andrea Wulf es una investigadora de nuestra época y es la autora de La invención de la naturaleza, libro que lleva el subtítulo de El Nuevo Mundo de Alexander von Humboldt y que ha recibido todos los elogios de sus lectores, incluyendo la mención en la lista de mejores libros del año del New York Times. Todo muy merecido.

La invención de la naturaleza es casi imposible de resumir. Humboldt era un hombre menudo que irradiaba energía. Y palabras, pues era inacabablemente locuaz; un testigo de su tiempo decía que “nunca había visto a un hombre que hablara más de prisa y con más brillantes”. A los veintidós años era ya inspector de minas en Alemania y sabía todo lo que había que saber de geología. A los veintipicos estaba recorriendo la América, la más virgen América. Penetró lo más profundo de la selva persiguiendo las corrientes que unen el río Amazonas con el río Orinoco. Subió a la boca de varios volcanes. Anotó –con palabras y dibujos– todo lo que iba observando. Midió todo lo medible, como la altitud sobre el nivel del mar de cada punto, como la composición del aire. En eso de las medidas cargaba un aparato, el cianómetro, para medir la intensidad del azul del cielo. Recolectó vegetales hasta el punto de aumentar el número de plantas clasificadas de una manera muy significativa.

Todo lo que he contado hasta ahora, fue a los veintipico. Porque a los sesenta atravesó Rusia de ida por un camino y de regreso por otro y todos sus compañeros de viaje, mucho más jóvenes que él, se cansaban antes que Humboldt en las formidables jornadas de trabajo o de viaje. Al llegar a San Petersburgo había recorrido 16.000 kilómetros y había utilizado 12.224 caballos. Humboldt inventó el concepto totalizador de la naturaleza. Al lado de Darwin, su admirador, Humboldt representa lo mejor del siglo XIX europeo. Además de lo que significa para la ciencia, Humboldt era también un humanista que consideraba que la esclavitud era una vergüenza y era partidario de la independencia de las naciones americanas porque pensaba que “el concepto de colonia era inmoral y el gobierno colonial era un ‘gobierno de desconfianza’”. También era antimonárquico: “después de conocer al príncipe heredero de Württemberg y a los futuros reyes de Dinamarca, Inglaterra y Baviera, Humboldt le dijo a un amigo que eran un grupo de herederos formado por ‘uno pálido y sin carácter, un islandés borracho, un fanático y ciego en política y un imbécil obstinado’. Ése, ironizó, era el futuro del mundo monárquico”. Desde sus lejanos tiempos, ya Humboldt enunció las novedades que alarman a los ecólogos del siglo XXI: “al enumerar los tres aspectos en los que la especie humana estaba afectando el clima, mencionó la deforestación, la irrigación descontrolada y, quizás lo más profético, ‘las grandes masas de vapor y gas’ producidas en los centros industriales”. Al final de su vida, ya en las cercanías de Berlín, era una leyenda viviente. Un viajero va hasta Alemania “a ver y a hablar con el hombre vivo más grande del mundo”. Era “el científico más famoso de su época, no sólo en Europa sino en todo el mundo. Su retrato figuró en la gran exposición de Londres y también colgaba en palacios tan remotos como el del rey de Siam en Bangkok. Su cumpleaños se celebraba incluso en Hong Kong”. Murió a los ochenta y nueve años. “Fue el funeral más solemne de un ciudadano particular que habían visto los habitantes de Berlín, asistieron profesores de la universidad y miembros de la Academia de Ciencias, así como soldados, diplomáticos y políticos. Había artesanos, comerciantes, tenderos, artistas, poetas, actores y escritores. La carroza avanzaba seguida de los familiares de Humboldt y su criado Johann Seifert. La fila se prolongaba más de kilómetro y medio. Las campanas de la iglesia repicaban y la familia real esperaba en la iglesia para los adioses definitivos. Esa noche llevaron el féretro a Tegel y enterraron a Humboldt en el cementerio familiar”.

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