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Ensayo

Tres mujeres desconocidas

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Carlos Fuentes (Tomado de su libro “Personas”)Ciudad México

Creo en mujeres concretas. Con sexo. Con nombre. Con biografía. Con experiencia. Con destino. La filósofa judía-alemana Edith Stein (1891-1942) discípula de Edmundo Husserl, en 1933 entró en el Carmelo, se convirtió en Sor Benedicta de la Cruz y nunca renunció, sin embargo, a sus raíces hebreas. Alegó que el antisemitismo era un Cristicidio y cuando en 1933 el papa Pío XI dijo textualmente: “La Iglesia ora por el pueblo judío, portador de la Revelación hasta la llegada de Cristo”, Edith Stein se siente con derecho a pedirle a su sucesor, Pío XII –Eugenio Pacelli– una encíclica para proteger a los judíos. “Espiritualmente, todos somos judíos”, le dice la monja hebrea al pontífice pro-germano. No tiene respuesta. Pío XII no protegerá a los judíos y Edith Stein será arrebatada a la protección de la Iglesia y deportada por los nazis, a pesar de ser monja, al campo de concentración. ¿Quién puede ignorar estos hechos y halar del destino de las mujeres en la historia, nuestra historia? Edith Stein murió en Auschwitz en 1942. Antes, había dicho: “La razón nos divide. La fe nos une”, en su libro La ciencia de la cruz. Yo supe de Edith Stein y la ley muy joven, a los diecinueve años, gracias al malogrado filósofo mexicano Jorge Portilla, un devoto de esta mujer y pensadora mártir. Pero “mártir” quiere decir, etimológicamente, “testigo”.

Anna Ajmátova (1889-1966) fue, con l sola posible excepción de Osip Mandelstam, el/la poeta rusa más grande del siglo XX. Los hombres la amaron pero no la comprendieron. Todos lo admitían: Anna era más orgullosa y más inteligente que ellos. Detrás de su fragilidad aparente había una férrea voluntad. Fragilidad y voluntad le dieron alas a su maravillosa poesía, acaso condensada en un poema que funde en un solo reconocimiento terreno y eterno al escritor y al lector: “Nuestro tiempo en la tierra es pasajero / La ronda prevista es restrictiva / Pero el lector –el amigo constante del poeta– es devoto y duradero”. Esta inmensa fe en la poesía fue la grandeza pero también la cadena de Anna Ajmátova. Resuelta a seguir su camino libre fuera de las restricciones de Zhdanov y el “realismo socialista”, fue calumniada y perseguida por Stalin. El sagaz dictador vio en Ajmátova una fuerza doblemente peligrosa, intolerable ser mujer y poeta. Disputarle una parcela de gloria al poder. “Yo tomo de la derecha y de la izquierda… y todo al silencio de la noche” escribió, advirtiendo, para que el tirano no se engañase, que el coro de la poesía siempre está “en la otra orilla del infierno”. En 1935 su poesía es prohibida por el régimen, se le tilda de “puta” y “contrarrevolucionaria”. Sus poemas solo permanecen en la memoria de quienes los leyeron a tiempo. Pero la guerra le devuelve popularidad y honores: su voz resuena con los tonos más profundos de la tradición literaria rusa y de la resistencia de su pueblo. Es consagrada. Demasiado consagrada. Sus poemas y conferencias en defensa de la ciudad sitiada, Leningrado, le otorgan popularidad, ovaciones, premios. Pero ella sabe que “como un vampiro, el verdugo siempre encontrará una víctima, sin la cual no puede vivir”. El verdugo espera en la sombra. Al terminar la guerra, Stalin se pregunta si esta mujer independiente y genial no merece, cuanto antes, perder la ilusión de que, por haber contribuido a la victoria, ha ganado su libertad. Ordena que se le despoje de libertad y gloria. Pierde su apartamento, sus ingresos como escritora. Vive en la miseria, el frío, el hambre. Subsiste gracias a la caridad de sus amigos. Y para acabar de una vez por todas con cualquier pretensión de que la libertad creativa no tiene un altísimo precio, su hijo es enviado a un campo de concentración. Liberado en 1956, el hijo y la madre ya no se reconocen. No tienen nada que decirse. El hijo traslada a la madre el rencor de su propio sufrimiento. “Mis contemporáneos y yo podemos contaros –dice Ajmátova en su gran Poema sin un héroe– cómo vivimos en miedo inconsciente. Cómo criamos hijos para el verdugo, hijos para la prisión y la cámara de torturas”. Con razón dice que “rara vez visito a la memoria y cuando lo hago me siento sorprendida”. Es mejor pegar el oído a la hidra y convencerse de que “algo pequeño ha decidido vivir”. Cuando murió Ajmátova, la fila de dolientes afuera de la Casa del Escritor en Moscú se extendió a lo largo de varias cuadras. Este es su testamento: “Ni siquiera hoy conocemos bien a bien el mágico coro de poetas que son nuestros, ni siquiera hoy entendemos que la lengua rusa es joven y flexible, ni siquiera hoy sabemos que apenas hemos empezado a escribir poesía, que la amamos y creemos en ella…”. Dicen que siempre caminó con paso firme y sereno. Dicen que jamás se dejó vencer por los intentos de humillarla.

La filósofa judía-francesa Simone Weil (1909-1943) fue discípula de Alain y su mandato de re-pensarlo todo a partir de la lectura, cada año, de un filósofo y un poeta, v. g., Platón y Homero. Alain decía no ser ni comunista ni socialista. “Pertenezco a la eterna izquierda, la que nunca ejerce el poder que por esencia se inclina al abuso”. Pero Simone Weil no solo lo re-pensó todo. Quiso convertir su pensamiento en acción, ponerlo a prueba en la calle, la fábrica, en el campo de batalla. Como estudiante, es conocida como La Virgen Roja y su manera de ser de izquierda es entrar a trabajar a una fábrica, luego luchar contra el fascismo en España, luego rechazar el “patriotismo de la Iglesia” y las voces católicas de Francia que dicen: “Mejor Hitler que el Frente Popular”. Pero Simone Weil también rechaza el comunismo soviético después de conocer las purgas de Stalin. Esta es su convicción: “Dentro de poco, se reconocerá a los revolucionarios auténticos porque serán los únicos que no hablarán de revolución. Nada en el presente merece ese nombre”. Mientras más echa raíces en la tierra del trabajo y la política, más atraída se siente –entre la gravedad y la gracia– por Dios. Será, sin embargo, una cristiana fuera de la Iglesia, a la que ve como una estructura dogmática y burocrática. Ella quiere estar con Dios y actuar libremente. Y estará con Dios porque está convencida de que “lo único que creó Dios fue el amor y los medios para el amor”. Dios existe –dice Simone Weil– porque mi amor no es ilusorio. Por ello se siente dueña de su libre arbitrio. De su libertad depende su aceptación o rechazo de Dios. El 15 de abril de 1943, Simone Weil muere de inanición en un hospital inglés. Se le prohibió unirse a la Resistencia en Francia. Entonces ella se negó a comer más que la ración diaria de un prisionero en un campo, a pesar de que la minaba la tuberculosis. He creído toda mi vida en Simone Weil, desde que leí su maravilloso ensayo La Ilíada. Poema del poder y me aprendí de memoria las lecciones que Simone deriva de Homero: “Nada está a salvo del destino. Nunca admires al poder, ni odies al enemigo, ni desprecies al que sufre”.

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