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Cine

Iván el Terrible, de Sergei M. Eisenstein

The Nation, 26 de abril de 1947

Cuando Sergei Einsenstein realizó “Alexander Nevsky” [Alexander Nevsky, 1938] se privó a sí mismo de casi todo cuanto había de maravilloso en su estilo original y desarrolló uno nuevo, menos excitante, consistente en una especie de estilo operístico, fluido y acelerado, que era como ver un cortejo fúnebre espléndido y bien organizado que transportara su genio audaz hasta la tumba a una velocidad media de cien kilómetros por hora. Por más que la película era relativamente convencional, estaba inequívocamente macada, casi en cada uno de sus fotogramas, por la inigualable mezcla eisensteiniana de energía poética, intelectual y puramente animal. En la primera parte de “Iván el Terrible”, Einsenstein se privó de la velocidad, el flujo y la forma que constituían la gracia de “Alexander Nevsky”, y buena parte de su peculiar energía se tornó fría, crispada y sombría. No obstante, “Iván el Terrible” es una película más audaz, aventurada a interesante; durante un tiempo, incluso me despertó más admiración que pesar.

El tema de Einsenstein está más relacionado con el individuo y su desarrollo y en cierto modo es más ambicioso que cualquiera de los que ha abordado hasta el momento. Es un estudio, a escala tan ambiciosa como la de Shakespeare en sus obras políticas –mucho más informada políticamente y desde una perspectiva incomparablemente más candente que polémica–, de un hombre capaz en el que chocan dos obsesiones y se convierten en una sola: el amor por una idea (la potencia de su país) y, aunque se sugiera muy discretamente, el amor por el poder como un fin en sí mismo. Es un estudio del fanatismo que se apodera de él cuando tiene en sus manos un poder y una capacidad de maniobra sin precedentes y se ve enfrentado a los peligros constantes de la traición y las intrigas. Iván, tal como lo presenta Einsenstein, es un paralelo bastante fiel de Stalin, aunque como símbolo engloba toda la historia de la Rusia comunista. Einsenstein buscó a un actor con un físico imponente, Cherkassov, que pudiera dar el tipo de ese ser grandilocuente; tenía que ser capaz de sugerir algunas de las complejidades sobrehumanas de Stavrogin, y no es casual que el director buscara un mentón y un cráneo cada vez más afilado, como el de John Barrymore en el papel de míster Hyde. Parece absoluta y desesperadamente absorto en su intento por comuniar sus ideas políticas y sus vindicaciones, especialmente paralelas a Stalin y a su régimen. El sitio y la toma de Kazan por parte de Iván, por escoger solo uno de los ejemplos más simples se convierte en un texto interesante acerca del trato que se debe dispensar a un enemigo extranjero: mientras el enemigo contempla el ejército que amenaza sus murallas, cave un túnel por debajo de la ciudad, llénelo de barriles de pólvora y mándela al otro mundo, es decir a su mundo. (Queda claro, sin embargo, que esta estratagema ha sido estrictamente idea de Iván, que sus tenientes prefieren la anticuada carga de caballería, y que sus zapadores no tienen mucha idea de lo que están haciendo).

Einsenstein es muy prolijo en su investigación, muy sensible a la arquitectura, a la decoración, a los vestidos y a los rituales, y muy astuto e imaginativo a la hora de utilizarlos. Es evidente que está mucho más interesado en descubrir lo poco que tiene que avanzar una película para que, sin embargo, avance, y en darle a cada movimiento una grandeza legendaria; como en la maravillosa secuencia, cómica, siniestra y gloriosa a la vez, en la que Iván, arrodillado, levanta las manos para aceptar el globo y el cetro. Avanza audaz y satisfactoriamente contra el naturalismo y la mera verosimilitud: en la escena del envenenamiento, los únicos que están tan ciegos como para no ver lo que ocurre ante sus ojos son los cantantes de ópera y, en primer plano magnífico, nos muestra a la esposa de Iván, su más acérrima enemiga, y su traicionero mejor amigo que acercan sus cabezas hasta la intimidad de un mismo plano, algo impensable en una corte obsesionada por la intriga y la sospecha. Privándose a sí mismo de un noventa y nueve por ciento de todo aquello en lo que cree y es capaz de hacer en la sala de montaje, Einsenstein demuestra no obstante que puede alcanzarse lo exquisito y lo intenso de formas más convencionales con el único recurso del ritmo y las series. La película es ya famosa por su pródigo derroche de primeros planos y por sus gestos y expresiones faciales desorbitados y me gustaría hacerles un gesto particularmente impublicable a os espectadores que consideran que, con la utilización de esos recursos, uno de los artistas más sofisticados del siglo XX ha dado muestras de ingenuidad.

Apenas he sugerido hasta el momento algunos de los aspectos por los que considero que Iván el Terrible es una fascinante; pero quisiera puntualizar un poco más. Por más que el filme es interesante, cuanto más lo pienso más insatisfecho me siento. No hay ni un solo fotograma en el que no se evidencie una labor creativa de una inteligencia más que notable; sin embargo, apenas hay fotograma en el que dicha inteligencia trabaje en algo que la merezca. La película es de una estética espléndida; aunque pocas cosas en ella superan o se distinguen de los manierismos operísticos y teatrales rusos que enriquecieron y alimentaron a la generación anterior. Es como si Picasso hubiera dedicado años a la práctica para alcanzar la sofisticación propia de los cromos del siglo XX. Y, considerando la ilusión que Einsenstein pretende crear en nosotros de que expresa continuamente ideas complejas y densas, lo notable es lo poco que en realidad transmite y la frecuencia con que incurre en los lugares comunes.

Incluso cabe preguntarse si Einsenstein realiza este doble juego deliberadamente o forzado a ello, si no será que el autor ruso está dividido entre la compulsión de escoger el tema más peligroso que se le ocurra y la parálisis literal que se apodera de él a la hora de desarrollarlo; una parálisis que puede ser consecuencia natural de la incapacidad de decir honesta, o incluso solapadamente, lo que realmente cree uno ante el miedo a la muerte. La rigidez del estilo que Einsenstein ha desarrollado para esta película tiene algo de congelado, de la morbidez de lo catatónico; como si la inteligencia, por más prominente que sea, solo hubiera conseguido liberar una ínfima parte de sí misma en las imágenes de que finalmente consta la película. La liberación a la que me refiero solo se da en dos ocasiones, en la primera escena, la de la coronación, cuando la entonación escalofriante del diácono pronuncia la bendición real (y su prodigioso rostro cuando canta), y en el momento en que el director corta de la lluvia ritual de monedas de oro sobre el nuevo zar a los rostros de las jóvenes observando esa llovizna de oro y la cara tumescente del monarca a través de ella y las sonrisas de deleite sensual que se dibujan en los labios de las chicas. En su espontaneidad, salvaje belleza y en su capacidad para enriquecer la película con nuevas cadenas de asociaciones de ideas, estos dos momentos son de un orden distinto a todos los demás de Iván el Terrible. Hubieran resultado memorables en cualquiera de los primeros filmes de Einsenstein; pero ahí, las ideas se entretejían y salpicaban este relato poético de invención y factura recientes con la abundancia de esta lluvia de oro ritual.

Durante años, como todo el mundo sabe, Einsenstein ha trabajado como si estuviera en una cárcel, bajo la supervisión de los carceleros que no solo son especialmente peligrosos y despiadados, sino también despistados como pececillos de agua dulce. Ni que decir tiene que eso ha interferido catastróficamente en su trabajo. No le veo sentido a intentar dilucidar hasta qué punto eso ha sido así y hasta qué punto ha conformado su obra y su mente, porque considero que es imposible determinar en qué grado está él de acuerdo con sus carceleros, incluso en el trato que está recibiendo de ellos, y en qué medida, por otra parte, su propia naturaleza puede estar predispuesta a este tipo de dificultades y cambios. No hay mente ni espíritu que permanezcan inmutables, mucho menos la mente y el espíritu de un gran artista. Incluso en el caso de que descartemos las presiones exteriores, no hay garantía alguna de que los cambios sean para mejor; y el cielo sabe que, en el caso de Einsenstein, no pueden descartarse. Todos lo que entendemos por genio creativo y por sus logros, y todo cuanto significa libertad y potencial en general está crucificado en Einsenstein de un modo más deliberado y abominable que en cualquier otro hombre. Apenas puedo decidir qué me parece más trágico, si la posibilidad de que siga siendo un hombre libre, su propio amo, y que lo esté haciendo lo mejor que puede bajo circunstancias realmente aniquilantes o la posibilidad de que haya aceptado la crucifixión y que haya contribuido incluso a hincarse los clavos en la medida en que, dadas las circunstancias, le sea posible.

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