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DOS MINUTOS

El amor que produce vida

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Luis García DubusSanto Domingo

El papá estaba enfermo de muerte, pero a la hija no le importaba. Después de todo, él la había abandonado cuando estaba pequeña, así que no se merecía su amor ni su compasión. Sin embargo, movida por un impulso interior, decidió ir a verlo al hospital que está en la Máximo Gómez.

En la recepción le dijeron: “Hace días que está muy mal. Solo está acostado de espaldas mirando la pared. No quiere hablar con nadie, ni comer. Parece que desea morirse”.

La hija subió a la habitación, le tocó la espalda y le dijo: “Papá, soy tu hija, y solo vine a decirte que yo te quiero, a pesar de todo”. El papá no contestó, ni se volteó. Solo pareció sostener la respiración.

“No lo digo por decirlo”, insistió la hija. “Yo te quiero, papá. Nunca te lo había dicho, pero quiero que me creas. Te quiero mucho, papá”.

Nuevamente el padre no contestó nada. Se quedó en silencio, inmóvil, como si no respirara. Y ella se marchó.

Cuando la hija llegó al día siguiente, lo primero que le dijeron fue: “¡Ha estado preguntando por ti!” “Se sentó en la cama. Pidió comida. ¡Parece otro!”.

Y nuevamente, con este caso real, quedó demostrado que el amor produce vida.

No sé si usted lo sabe, pero ni usted ni yo podemos vivir sin amor. La falta total de amor nos enfermaría a tal grado que terminaríamos deseando la muerte.

Desde luego, estoy hablando de amor auténtico. Del real. Del que se da sin esperar nada a cambio.

¿Sin esperar nada a cambio? Pero ¿es posible esto? ¿Habrá personas capaces de dar este tipo de amor? ¡Sí! Conozco a muchas. Y también sé por qué son capaces de dar ese amor que produce vida. La razón está en dos frases de Juan 1,1-18.

La primera dice que a quienes reciben al Señor, Él “les da poder para convertirse en hijos de Dios”.

Recibir al Señor significa acoger favorablemente su Palabra, creer en Él, dejarse conducir por Él, aceptarlo como Señor.

La consecuencia es recibir el enorme privilegio de convertirnos en hijos de Dios.

Pero hay una segunda buena noticia hoy que deseo compartir con usted. Está casi al final, y dice así: “Porque de su plenitud todos nosotros recibimos ante todo, un amor que responde a su amor” Juan 1,16.

Sí, amigo, ese amor que produce vida existe, es posible. Aquí está el origen: los hijos de Dios lo reciben de su Padre.

En su primera carta, Juan nos lo dice nuevamente: “Por esto existe el amor: no porque amáramos nosotros a Dios, sino porque Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo único para que nos diera vida”.

Es decir que hoy celebramos la irrupción en nuestro mundo del único amor que produce vida: el que se da sin que otro lo merezca, el que se regala sin que el otro tenga que pagarlo, el amor incondicional y gratis.

La pregunta de hoy ¿Es posible para un ser humano ofrecer este amor?

Este amor es imposible para un pobre corazón humano como el que tenemos usted y yo. Solo de Dios surge un amor así. Sin embargo, si hemos recibido el poder de convertirnos en hijos de Dios, tenemos derecho a pedirle a nuestro Papá que lo infunda en nuestro interior para nosotros poder darlo.

La prueba de que nuestro proceso de convertirnos en hijos de Dios se está efectuando la iremos notando a medida en que nos veamos perdonando con facilidad, encontrando lo bueno en los demás, disculpando y amando sin exigencias y sin reclamos.

Recibir este amor equivale a recibir la alegría y la paz, y el poder de producir vida alrededor.

Y este amor hay que pedirlo, porque la capacidad de dar amor auténtico, al igual que la fe, se recibe cuando se pide.

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