ENFOQUE

Principios éticos de la supervisión y la regulación

En el tejido político y administrativo de la República Dominicana, la seriedad y eficiencia de un gobierno se reflejan de manera significativa en la selección de los líderes de entes reguladores y supervisores de mercados y servicios. Esta elección no solo es un barómetro de la integridad gubernamental, sino también un indicativo de la dirección hacia la cual se inclina la balanza de la justicia en la administración pública.

La práctica de utilizar estas instituciones como botín de campaña o como medio de recompensa por compromisos políticos, afectivos o familiares, denota una desviación de los principios éticos esenciales en la gestión pública. Tal comportamiento erosiona la confianza en el gobierno y subvierte el propósito fundamental de estas entidades: regular y supervisar de manera imparcial y competente.

Al convertir estas instituciones en herramientas para favorecer intereses personales o partidistas, se compromete su independencia y se socava su legitimidad. Además, la designación de individuos carentes de la competencia técnica necesaria, guiados únicamente por la búsqueda de un salario atractivo, es otra práctica perjudicial.

Esta tendencia no solo es indicativa de malas intenciones, sino que también es irresponsable y abre la puerta a la corrupción y al manejo ineficiente de los recursos. El fenómeno puede derivar en la creación de “bolsones de corrupción” que sirven a intereses particulares en lugar del bien común.

Un aspecto crítico a considerar es la influencia indebida de los regulados sobre quienes deben regularlos. Permitir que los sujetos de regulación determinen quiénes deben ser sus supervisores es una inversión de roles que atenta contra la esencia misma de los controles efectivos y equitativos.

Tal situación es comparada acertadamente con “poner la Iglesia en manos de Lutero”, donde el regulador se convierte en un mero mensajero de intereses específicos, generando inequidad y discriminación. Un regulador o supervisor competente debe poseer no solo habilidades técnicas y conocimientos especializados, sino también una firmeza de carácter que le permita actuar con valentía, determinación y equilibrio.

Su rol no es el de un tirano o un enemigo de los regulados, sino el de un guardián imparcial de la integridad y eficacia del sistema. Este equilibrio entre competencia técnica y fortaleza moral es crucial para el fortalecimiento de la confianza pública en las instituciones reguladoras.

Si la República Dominicana quiere caminar hacia un futuro más próspero, justo y lograr ser grado de inversión, requiere de líderes en los entes reguladores y supervisores que personifiquen la integridad, competencia y compromiso con el bien común. Solo a través de una gestión transparente, ética y eficiente de estas instituciones se puede garantizar el desarrollo institucional sostenible. Ahí la calidad de la política puede jugar un rol de primer orden.

Las alianzas políticas -aunque auténtica expresión de la democracia- no deberían llegar al atrevimiento de comprometer la entrega de esas instituciones en dación en pago o incluirla en el reparto del pastel que motivan las coaliciones que -a decir verdad- no son programáticas ni cuentan con una base filosófica mayor que el “dame lo mío.”

Con esto no busco situarme en una línea radical o extremista. Mucho menos pretendo insinuar que las entidades reguladoras y supervisoras deben estar reservadas para una casta puritana. Un político puede ser un buen regulador siempre que en el ejercicio de sus funciones separe una cosa y la otra, con la conciencia de que sirve al país y no a núcleos de compañeritos o a poderes fácticos que se deleitan con la creación de patrimonios a la sombra del Estado.

Es un tema complejo que ni siquiera concita debates y eso está relacionado con la poca conciencia que tenemos acerca de las distorsiones que pueden crear en los mercados reguladores y supervisores viciados, que suelen ir contra la competencia y, claro, contra los ciudadanos usuarios.