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FE Y ACONTECER

“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”

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Cardenal Nicolás De Jesús López RodríguezSanto Domingo

XX Domingo del Tiempo Ordinario - 19 de agosto, 2018

a) Del libro de los Proverbios 9, 1-6.

El libro de los Proverbios es considerado como la obra más típica de la literatura sapiencial, bajo el nombre genérico de “meshalim” que en hebreo significa -proverbios-, en realidad es una colección de enigmas, sentencias, aforismos, refranes, adagios, etc., a través de los cuales se transmite una sabiduría popular acumulada durante siglos en el pueblo de Israel. La casa hermosa que se construye la Sabiduría, en la que ésta establece su morada y ofrece un banquete, evoca de alguna manera el templo de Salomón, morada de Dios y lugar al que acudían los israelitas a ofrecer sacrificios. El banquete es símbolo de los bienes mesiánicos (Is. 25, 6; 55, 1-3). El Evangelio de hecho presenta el Reino de los Cielos bajo la imagen del banquete (Mt. 22, 1-14), y no se descarta que el texto propuesto para este domingo haya influido en la parábola que narra San Mateo. Los siervos del rey que salen a invitar al banquete del Reino corresponden a los criados que envía la Sabiduría por los puntos estratégicos de la ciudad.

En los Proverbios los comensales son los desheredados sapiencialmente hablando, o sea los inexpertos, los faltos de juicio. En la parábola evangélica los invitados son los pobres y marginados. La Sabiduría personificada es como la revelación que se adelanta a guiar hacia la vida. Invita a su banquete a los que necesitan verdadero saber y les ofrece pan y vino, símbolo del alimento que da la vida en plenitud. Jesucristo, “Sabiduría de Dios” (1 Cor. 1, 24), nos ha preparado un banquete en el que se nos da a sí mismo como comida y bebida. Por eso, muchos autores han afirmado que el capítulo 6 de San Juan que estamos comentando en estos domingos, se inspira también en el texto de los Proverbios.

b) De la carta del Apóstol San Pablo a los Efesios 5, 15-20.

Continuamos con la lectura de la carta a los Efesios atribuida a San Pablo, aunque muchos biblistas autorizados dicen que más bien la escribió un discípulo suyo después de su muerte. En este momento los cristianos de origen judío son una minoría dentro de la comunidad de creyentes que se ha desplazado más allá de las fronteras de Palestina. Esta situación hacía urgente una reflexión sobre el misterio de una Iglesia que, consciente de su universalidad (se había extendido desde Jerusalén a Asia, Roma, el norte de Africa, Alejandría y el mundo griego). Si la carta a los Colosenses resalta la dimensión cósmica de la mediación salvadora de Cristo, la carta a los Efesios coloca la misión de la Iglesia en el centro mismo del universo, como sacramento de salvación de ese cosmos que Cristo llena con su poder vivificador.

Volviendo al texto de la carta a los Efesios, a partir del verso 15 hasta el 20 del capítulo 5, el autor dice: “Por lo tanto cuiden mucho su comportamiento, no obren como necios, sino como personas sensatas, que saben aprovechar bien el momento presente porque corren tiempos malos. Por eso no sean imprudentes, antes bien, procuren entender cuál es la voluntad del Señor. No se embriaguen con vino, que engendra lujuria, más bien llénense de Espíritu.

Para contrarrestar los desenfrenos, a que acaba de referirse, el autor añade: “Entre ustedes entonen salmos y cánticos inspirados, cantando y celebrando al Señor de todo corazón, dando gracias siempre y por cualquier motivo a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo. Sométanse los unos a los otros en atención a Cristo”.

c) Del Evangelio según San Juan 6, 51-58.

Este fragmento evangélico comienza repitiendo el versículo 51: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”, lo que provoca la discusión de los judíos. Al responderles, Jesús precisa el efecto de tal comida: la vida en plenitud y la comunión con Él y con el Padre: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (vv. 53-56).

Se ha discutido entre los biblistas si este discurso fue pronunciado por Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm o en el cenáculo durante la Última Cena, al instituir la Eucaristía. Un dato muy significativo es que el único evangelista que no narra el episodio de la Última Cena es San Juan de quien están tomadas las palabras citadas, mientras que San Mateo, San Marcos y San Lucas (los sinópticos) sí narran la Última Cena y la institución de la Eucaristía.

Si en la primera parte del discurso, que vimos el pasado domingo, Jesús vinculaba la vida eterna a la fe en Él, en esta segunda sección la supedita a la comunión de su cuerpo y de su sangre, que son verdadera comida y bebida. De hecho, fe y comunión, fe y sacramento, fe y Eucaristía se necesitan y complementan mutuamente. El Cuerpo y la Sangre de Jesús, recibidos con fe son fuente de vida eterna, para el que comulga eucarísticamente, pero sin la fe que resalta la primera parte del discurso del pan de vida, no hay sacramento, vida ni comunión con Jesús. La fe es premisa del sacramento, y éste expresa y alimenta la fe.

Concluyendo su discurso, Jesús afirma todavía algo más: “El que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí” (v.56s). Con estas palabras se resalta la comunión de Cristo con el hombre y viceversa, fundada en el hecho de comer su carne y beber su sangre. La Eucaristía comunica al creyente la vida que el Hijo recibe del Padre. Quienes celebran su Eucaristía, dice Jesús, “comen su carne y beben su sangre”, participan en el misterio de su humanidad plena, es decir, en su misterio de encarnación, muerte y resurrección gloriosa. Como consecuencia, participan de su vida, la que Él a su vez comparte con el Padre que vive. Esto es una invitación que el Señor nos repite constantemente, como ya anunciaba la Sabiduría en la primera lectura.

Fuente: Luis Alonso Schˆkel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero. En las fuentes de la Palabra.

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