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OTEANDO

La ausencia de Lilo

Parecía feliz, hablaba, cantaba y declamaba sus propios versos; unos versos hijos del desamparo, de las penas que habitaban su pobre alma abandonada dentro de un cuerpo maltrecho con vocación de espanto.

Volvía todas las tardes al café, al mismo café, de las mismas personas, de los mismos hipócritas y de acaso uno que otro noble. Llegaba bien acicalado, con brillantina en el cabello y en los días ordinarios una fragancia exquisita hecha a base de ámbar, almizcle y benjuí, de aroma refrescante, que era afamada por su múltiple utilidad diciéndose que, aparte de perfumar, “refrescaba cuerpo, mente y espíritu”, y como si todo eso fuera poco, podía ser utilizada también en “limpias, preparación de amuletos, cargar el altar, consagrar herramientas de poder, etc.”. Así de mágica era su Agua Florida del Perú.

Los domingos no, los domingos aprendió a usar desde muy joven Vetiver de Guerlain que, en sus tiempos mozos más que moda fue religión. Siempre contaba la manera en que su madre le regaló su primer perfume, traído desde Nueva York, por encargo expreso que él le hiciera. El aroma increíble hizo que las muchachas caminaran tras él como “abejas al panal”, y no faltó una que, en atrevida aventura, se lanzara a declararle el reprimido amor que le inspiraba.

Me gustaba oírle divagar evocando alegremente amores y dolores de entonces; recuerdos de una noble estirpe y un rancio abolengo que nunca fueron, pero que su amor propio le ayudaba a fabular en vano esfuerzo por no dejar morir, en ese rinconcito subyacente de su encogida vanidad, los sueños truncos de una existencia más digna.

Si su infancia fue desdichada, su adultez lo fue peor; no bien cumplió los veinte años sufrió un accidente de tránsito que le dejó con una manifiesta discapacidad de la cintura hacia abajo, factor que le obligó a moverse desde entonces en una silla de ruedas. Pero engañaba a la vida, se distraía del dolor, fabulaba y murmuraba sobre todo y a todos. Pocos lo querían, casi todos le aborrecían por esa manifiesta vocación para la murmuración.

Nadie asumía respecto de él la alteridad que demandaba su circunstancia; lo vieron irse y venir una y otra vez y nunca nadie preguntó dónde vivía, si cerca o lejos, si solo o acompañado. Él era apenas una pincelada en el engañoso cuadro de las tardes de café, de las historias reales o fabricadas, de los encuentros y los desencuentros.

Una tarde no volvió. Todos hablaban y reían en franca camaradería como era la costumbre en el café; y mientras tanto, en un cuartucho lejos del lugar, un hombre se ahogaba en su propio vómito, rumiando en el subconsciente las penas que le provocaron la incomprensión ajena y la desdicha de no haber podido convertir en realidad sus sueños de grandeza. Había tomado lo que jamás volvería a tomar, al menos en esta vida. Así se marchó Lilo, el inválido jorobado que en las tardes avanzaba entre las mesas del café en busca de distracción o comprensión.

El autor es abogado y politólogo.

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