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OTEANDO

La verdad procesal

En toda verdad histórica esgrimida por el Ministerio Público, en tanto que órgano persecutor del delito, existe la pretensión de convertir la misma, ulteriormente, en verdad procesal. Y es que, hay una gran diferencia entre la verdad histórica -en una coyuntura de espacio-tiempo en que la afirmación de cualquier ciudadano sobre un hecho o cosa no pasa de mera información- y la noción de verdad que persigue establecer ante un juez la ocurrencia de hechos tipificados como delitos en un ordenamiento determinado con la consecuente identificación concreta de una persona como su autora.

Desde una perspectiva obviamente abstracta hay autores que postulan que la verdad es inasible, que no se tiene, que sólo es y nada más. Defi enden que los que existen para el ser humano son grados de aproximación a la verdad, señalando como tales la duda, la probabilidad, y fi nalmente la certeza, como punto en que el sujeto cognocente, en su mente, asume una concordancia de realidad ontológica entre su pensamiento y el objeto pensado.

Pero tal enfoque de la verdad no resuelve en problema del Estado a la hora de precisar con exactitud a quien y en qué grado punir en un ejercicio franco de respuesta pública a la lesión de bienes jurídicamente protegidos. Él tiene una obligación cardinal, tiene que establecer mediante pruebas, más allá de toda duda razonable, que un imputado equis es autor material o intelectual del tipo.

En lo dicho anteriormente está la razón fundamental por la que la Procuraduría General de la República terminó presentando acta de acusación solo respecto de seis de las personas inicialmente encartadas en el caso Odebrecht e incluyendo a uno que no había sido imputado aún. Las únicas personas respecto de las cuales tiene la creencia que podrá -con las pruebas que ha recabado- sustentar la acusación, son aquellas respecto de quienes fi nalmente ha presentado la misma.

No es como dicen algunos neófi - tos del derecho, y otros que no lo son -con frecuencia dados a opinar más que los propios juristas-, que ha habido arreglos para dejar fuera a una u otra persona. Lo que pasa es que la responsabilidad de perseguir una condena implica la seguridad de que las pruebas aportadas pasarán el tamiz de un proceso adversarial, no inquisitorio, y que soportarán, además, el proceso mental de sana crítica de jueces competentes, reales conocedores del derecho.

Es muy fácil pedirle a Jean Alain Rodríguez que incluya a éste o aquél, para después decir que dejó caer el caso ante los tribunales, que no supo instrumentar un expediente, que es un inepto. Es muy fácil opinar desde la carpa de la distensión y del olvido, desde la mesa de dominó o desde la cómoda silla donde se escucha a profanos -acaso muy bien intencionados- opinar sobre algo tan, pero tan complejo como aquello de probar delitos en el marco de un sistema fatigado por un garantismo que deja a muchos culpables fuera.

Todos queremos que los corruptos sean perseguidos, pero no todos estamos conscientes de que la verdad de la calle, del comentario, de la murmuración, y hasta la verdadera verdad, son indiferentes al proceso, que éste admite solo aquellas que pasan la criba de su complicado desempeño. El “contrato social” que nos da sentido de nación nos obliga a respetar las reglas establecidas, nos gusten o no.

El autor es abogado y politólogo.

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