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El dedo en el gatillo

Mi llanto por Cuba

Cómo no me va a doler la tragedia de Cuba. Cómo puedo pasar inadvertida la muerte de más de 100 hermanos dentro de un avión. Cómo no llorar por ellos de la misma forma en que lloré por aquellos campeones de esgrima que explotaron en el aire, entre los cuales se encontraba el padre del director Juan Carlos Cremata (hoy separado del cine).

Mi llanto no respira emoción, porque para sacar lágrimas, el entusiasmo no cuenta. Lloro y me duele la tragedia cubana. Como también lloro la tragedia dominicana frente al mal cine que aquí se vende como bueno, los delincuentes que roban sin piedad a infelices ciudadanos de a pie. A los asesinos que violan y asesinan jovencitas. Lloro también la tragedia coreana cuyos ciudadanos se encuentran entre dos aguas y no saben qué día van o no a amanecer. Lloro igual por Taiwán, por las muertes en Venezuela y Nicaragua. Y en ese orden, no me espera en este mundo otro epitafio que morir en un mar de llantos.

No oculto mi simpatía por Carlos Marx, y no soy comunista. Una vez tuve un carné rojo en el bolsillo y me lo quitaron “porque los intelectuales no podíamos pertenecer al Partido”. Esa vez, sin darse cuenta, me hicieron el gran favor de mi vida. Pasé mi juventud estudiando a Marx, sus ensayos y cartillas. Creo que en algo tenía mucha razón. El comunismo es un sistema justo. Lo que pasa es que el comunismo nunca ha sido un sistema. El hombre lo ha manipulado a su conveniencia, para su bien o para el mal de todos. El poder llega a envilecer a quien lo ostenta. Y convierte a los hombres en corderos. O en robots que solo saben aplaudir. El capitalismo es igual, lo sé. Pero al menos, dentro de él, el hombre puede sobrevivir a duras penas y colarse por el ojo de una aguja, si es inteligente.