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EN PLURAL

Ayer, hoy ¿y mañana?

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Yvelisse Prats Ramírez de PérezSanto Domingo

Mañana es Domingo de Ramos. Se inicia la Semana Santa, y el respeto a la tradición junto a mi formación cristiana se mezclan con una necesidad honda de apartarme de mis preocupaciones y ocupaciones terrenales, escribiendo En Plural mis recuerdos sobre la Semana Santa de mi infancia.

Soy vieja, no lo oculto, no me inyecto Botox ni me tiño el pelo. Recuerdo sin embargo vivamente esas semanas de mi infancia, los respetuosos ritos se iniciaban días antes. Al empezar la Cuaresma, el miércoles de cenizas, asumimos con humildad nuestra condición de mortales mientras oíamos el “polvo eres y en polvo te convertirás” del sacerdote que ponía la cruz en nuestra frente.

Desde ese día, estaba prohibido comer carne, miércoles y viernes, hasta después del Viernes Santo.

Evoco, también, mi paladar endulzado con nostalgia amable, las habichuelas con dulce. Se cocían en grandes ollas, porque todo buen vecino se sentía obligado a compartirla con los habitantes de al lado, el platón humeante tapado con un pañito blanco.

Cuando pienso en ese dulce típicamente dominicano, lo identifico con la solidaridad y la unión de los vecindarios de la época, “el vecino es tu familiar más cercano”.

Después del Domingo de Ramos, las escuelas y colegios cerraban.

Las procesiones principales se concentraban en la del Nazareno, el miércoles, y la del Santo Entierro el viernes. Veía ambas, desde un balcón de una familia amiga.

Era muy esperado el Jueves Santo, para salir a visitar a los “Monumentos”. El Viernes Santo, la salida, después de una comida frugal, se iba a la iglesia a oír el sermón de las 7 palabras.

En esa época, el sábado de Gloria se celebraba la Resurrección de Jesús. A partir de las 10:00 de la mañana, se quemaba el Judas en el Malecón, y se volvía a hablar en tono alto: “Cristo ha resucitado”. El domingo, continuaba el ambiente festivo. Yo iba a misa en la catedral con mamá, papá era libre pensador, no iba a la iglesia ni a misas de difuntos, y me ponían un vestido de colores alegres, ¡Cristo ha resucitado!, se repetía una y otra vez alegremente.

Ahora, la Iglesia Católica mantiene casi idénticos esos ritos que están en mi memoria. Pero nada es igual. Ya no es compromiso de la familia cumplirlos. En los siete días de la Semana Mayor siguen sonando las estruendosas notas de la radio, las bocinas de los colmadones, que se mantenían apagadas otrora. Se consumen las habichuelas con dulce, pero no se comparten con los vecinos, esa especie disminuye cada vez más, ahogada por las paredes de los apartamentos, cajones sin patios, donde cada quien se aísla, indiferente, o temeroso ante el vecino.

Los Monumentos, algunos de los cuales son verdaderas obras de arte, son visitados solamente por los feligreses más fieles.

Las 7 palabras han perdido la grandeza y la contundencia de antes, asiste a oírlas público reducido.

Y las procesiones, ya no son solemnes: se mezclan entre los devotos que desfilan, los vendedores ambulantes y las mujeres ya no usan como antes la tradicional mantilla.

Soy una capitaleña neta, quizás estoy describiendo un paisaje religioso empequeñecido que no es exacto en el interior del país. Aunque en las provincias se preserven más las tradiciones; es probable que esa esencia de la Semana Santa haya variado, como toda nuestra cultura.

¿Dónde está, porque no se ven en las iglesias ni en las procesiones, esos miles hasta millones de dominicanos que componen ahora nuestro país?

Mis nietos, y los suyos, amigos lectores, sí lo saben, y pueden responder esa pregunta: “en las playas, gozando abuelos”. Ahí están. Los ricos, alojados en hoteles 5 estrellas, o en sus lujosas casas de verano; los pobres, llegando en autobuses, con una fundita de comida.

No soy beata. El problema que me preocupa va más allá de esa religiosidad que imperaba en mi infancia.

Es que, envuelta en ese alejamiento a ritos tradicional, está un estilo de vida que ahora prima en el mundo, rechazando la espiritualidad, reducido al inmediatismo.

Las creencias de Semana Santa que evoco reflejan una filosofía común en que la fe y el compartir las habichuelas con dulce nos unían.

Ahora ¿qué nos une? Es la pregunta. Comemos más “cakes” que habichuelas con dulce; cambiamos las precesiones por playas con ron y cerveza; los pecados no son tales, sino “travesuras” aceptadas por muchos y el “nosotros” se convierte en individual, en un “yo” egoísta, insensible.

El mercado, el triunfo del más fuerte, el pragmatismo, ¿es mejor que el tiempo que hoy evoco?

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