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PASADO Y PRESENTE

Acerca de la valoración de nuestros héroes

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Juan Daniel BalcácerSanto Domingo

En un artículo escrito y publicado en 1852, luego reproducido en su libro “Revolución y contrarrevolución”, Marx escribió que “a los hombres se les debe juzgar, no por lo que dicen, sino por lo que hacen, y no por lo que pretenden ser, sino por aquello que en realidad son”. Es evidente que los líderes y conductores de pueblos del pasado, deben ser juzgados nunca en base a lo que dijeron, sino, más bien en función de cuanto hicieron. De igual manera, al momento de emitir juicios de valor sobre la conducta pública o privada de tales figuras, debe tomarse en consideración no aquello que tales personajes anhelaron ser, sino lo que verdaderamente fueron; y esto último solo se podrá determinar gracias a los documentos y evidencias fidedignos disponibles en torno a sus vidas y acciones, pues de lo contrario se podría incurrir en apreciaciones subjetivas, descontextualizadas y falaces.

Evitemos anacronismos. Cuando tratamos de explicar, valorar y juzgar las acciones pretéritas de determinadas personalidades, si no se logra situarlas correctamente en el contexto político, social y cultural en el que les correspondió actuar, se corre el riesgo de incurrir en lo que algunos especialistas de la ciencia de la Historia denominan “anacronismo categorial”, consistente en aplicar una categoría particular de actualidad para analizar hechos y fenómenos históricos remotos. En tales casos, la herramienta conceptual empleada resultará inapropiada para aprehender y comprender la época en que sucedieron los hechos, así como al personaje objeto de estudio. El análisis, por tanto, arrojará conclusiones distorsionadas respecto de cómo en verdad ocurrieron los hechos analizados; y también resultará poco probable comprender objetiva y desapasionadamente los motivos o causas por los que cierto personaje, influenciado por circunstancias históricas específicas, actuó de la manera en que lo hizo, y no de otra forma; circunstancias que tampoco permitirán identificar ni medir el impacto que determinados hechos tuvieron a corto o largo plazo en el seno de la comunidad a la que pertenecía el individuo. Un caso típico de anacronismo categorial es la nación y el nacionalismo. Resulta inapropiado hablar de nación dominicana o del nacionalismo dominicano durante los siglos XVII y XVIII, toda vez que la nación y el nacionalismo son fenómenos inherentes al surgimiento de los Estado-naciones hacia finales del siglo XVIII como consecuencia de las revoluciones norteamericana y francesa, al igual que a principios de la siguiente centuria, sobre todo, a partir de la reestructuración post napoleónica de Europa.

Solo una República. En el caso dominicano, se recordará que la República Dominicana fue proclamada el 27 de febrero de 1844, y que ella fue la magna obra política de Juan Pablo Duarte y los trinitarios. Sabemos que los jóvenes revolucionarios entonces no actuaron solos en el escenario político nacional y que, para lograr sus objetivos, fue menester concertar un pacto táctico y estratégico con el sector conservador dominicano, su némesis política y social. El caudillismo que entonces predominó en las instancias políticas durante los primeros cinco decenios de vida republicana, impidió que a los auténticos fundadores de la República (quienes fueron declarados traidores a la patria y deportados del país a perpetuidad), se les reconociera el indiscutible mérito de haber fundado un Estado y una nacionalidad, la dominicana. Posteriormente, en un admirable acto de justicia, un grupo de civilistas reconoció la trascendencia política de aquellos paladines independentistas y logró que oficialmente se les confiriera la categoría de próceres y héroes nacionales. A los más abnegados y consagrados defensores de la independencia y la nacionalidad dominicanas: a Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella, se les dispensó la más alta distinción a que puede aspirar un ciudadano dominicano: la de Padres Fundadores de la República Dominicana.

“No me muevan el altar”. Durante el último decenio del siglo XIX, en el país se originó una polémica pública en torno a prohombres y mujeres de la independencia merecedores de la categoría de héroes nacionales con el fin de que sus restos mortales reposaran para siempre en la Capilla de los Inmortales de la Catedral Primada de América, antecedente del Panteón de la Patria. El país entonces se hallaba bajo la férrea dictadura lilisista y, pese a ello, el debate adquirió matices tan alarmantes que, en 1897, el historiador García escribió: “no contentas las pasiones políticas, en su afán de regatear glorias a unos para atribuírselas a otros, con combatir a Duarte con Sánchez, a Sánchez con Mella, y a los tres con Santana, apelaronÖ a la invención de que la idea separatista no fue obra de Duarte sino del Padre Gaspar Hernández”. ¡En fin, era el cuento de nunca acabar! Y como no se vislumbraba una solución airosa que satisficiera a los grupos en pugna, fue el dictador Lilís quien puso punto final al asunto con esta solemne advertencia: “No me muevan el altar, porque se me caen los santos”.

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