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¡Se me murió mi maestra!

A mis compañeros del Colegio Nuestra Señora de La Altagracia, Víctor Grimaldi, Marino Santana, Julio César Mejía, Freddy Agüero

Ha muerto una “Altagraciana”, se llamaba Gladys Jacobo, humildemente ha muerto como vivió, ensortijada a la fe más alta del cristianismo, ondulada, cimbreante en un código de palabras iluminadas. Ha muerto sin ceremonias especiales, sin homenajes, sin titulares, ha muerto sencillamente después de servir a la educación dominicana, con tesón y dignidad. Ha muerto entre pupitres y pizarras, sin solicitar pensiones, ni retribuciones materiales. Ha muerto, sin dejar un solo día de cumplir con la misión superior de instruir y educar a generaciones de estudiantes a todos los niveles.

¿Por qué “Altagracianas”? Inspiradas en el culto piadoso a este símbolo espiritual del pueblo dominicano, la Orden católica de las Altagracianas, ha estado entregada a una persistente y eficaz labor educativa, asociada a un trabajo social comunitario en barriadas pobres e indigentes.

La Virgen de la Altagracia es un ferviente símbolo de amor. Los pueblos tienen a sus Vírgenes. Ellas son protectoras, patronas. Son recipientes floridos de promesas. Metáforas funcionales de belleza interior. Todo un ritual de curaciones, de empeños, gratificaciones y esperanzas renovadas en la vida. Los escépticos y los ateos, niegan toda instancia espiritual. La vida la focalizan en una visión tubular, blanca o negra, proclaman su adherencia incondicional a la ciencia, de la misma manera que los dogmáticos a ultranza, llevan a la hoguera a los infieles, haciendo de la verdad absoluta una aberración. Hablan taxativamente y no dejan un mínimo espacio a la fe. Sin embargo no todo es objetividad racional. Hay una zona en blanco que los laboratorios y procedimientos científicos no colman. El ordenamiento humano de la vida sigue siendo un insondable misterio en espacios del conocimiento de la realidad circundante. Se puede impugnar todo el oficioso programa de la racionalidad absoluta, empezando por la construcción del lenguaje, en sus diferentes marcos evolutivos geográficos e históricos así como todas las lenguas, las desaparecidas y las actuales, los marcos culturales, las aproximaciones, artilugios convencionales, locuciones arbitrarias pactadas para establecer interrelaciones de entendimiento con realidades supuestas.

En todos los estadios temporales de la llamada civilización humana, la fe es un don de creencia sustantiva, el bastimento idóneo de consagración al amor, lo cual no legitima los fanatismos, que constituyen confinamientos del poder instintivo de dominación en el Estado, en los intereses de clase y en las relaciones primarias. El fanático no distingue en su éxtasis alienante, entre religión y política, entre prejuicios y crueldades. Los delirantes especímenes que vuelan templos, colocan bombas en nombre de alucinaciones religiosas, no disfrutan de la fe enaltecedora del amor, de la idea de que, un principio regulador de equilibrio y energías rige el universo, y que como portadores de esas energías, los seres vivos debemos alcanzar una categoría armoniosa de paz, de perdón, de luz intrínseca. Lo que sucede en ese estado sutil de vida sin egoísmos, es la negación de todo el entramado apócrifo y convenido de la lucha de los egos.

Por ejemplo, cuando uno habla de la Madre Teresa, se refiere a un paradigma de servicio, sin ninguna pretensión de potestad. Hubo en ella una entrega incondicional al amor. Buscar limitaciones o denostarla, en base a su personalidad casi mugrienta o penalizarla moralmente por haberse salido del circuito social, no disminuye la fe que imbuyó en su profesión de vida. Hay millones de seres humanos que no son la Madre Teresa, que viven ayudando, colaborando en programas sociales y difundiendo creencias normativas de fe y amor, que han roto con la publicidad engañosa de la post modernidad, y estatuyen la sempiterna cimentación de sus Dioses y sus Vírgenes, de sus gabinetes rotativos de Ángeles, en una realidad diferente, alternativa, que surte efectos increíbles de realizaciones y armonía trascendentes. Pero que además son, en su nivel etéreo de fe, tan auténticas opciones, como aquellas que ofertan la diversidad social, debidamente estructurada como sistema.

La Orden de las “Altagracianas”, fue creada para monjas sin el cumplimiento del hábito, consagradas a la educación y al servicio. Han vivido trabajando con esfuerzo y consagración. Gladys Jacobo fue mi maestra. La recuerdo vívidamente, dándonos clases en los cursos primarios, intermedios e inicio del bachillerato, en aquel Colegio Nuestra Señora de la Altagracia cuyo local estaba situado en la calle 16 de agosto de la barriada de San Carlos, próximo al Parque Independencia. Hablo de finales de los años 50 hasta abril del 1965, cuando el colegio se trasladó a “Los Prados” convirtiéndose en “CONSA”, organización de empuje y calidad educativa hasta nuestros días.

La profesoras, Alicia Guerra (fundadora), Sora Frómeta que fue directora, Faride Sánchez, Gladys Jacobo, Carmen María Castillo, Yesmin Barnita, Altagracia Carvajal, y Cristiana, esta última profesora de música, tan joven y hermosa que nos embelesaba a todos, fueron expresiones de unas normativas eficaces de ética y conocimiento, y sobre todo de fe. La fe de estas “Altagracianas” movía montañas. Desde los días bravos y heroicos de abril del 65 no me había vuelto a encontrar con Gladys Jacobo, hasta el año 2014, en un acto del Ateneo Amantes de la Luz, en Santiago, donde me otorgaron un reconocimiento por mi labor cultural. Allí tuve oportunidad de verla y le rendí tributo a su trabajo de educadora, y evoqué aquel tiempo troncal de los valores inculcados. En algún recodo del universo, Dios, que es memoria fosforescente y energía consciente en expansión, acogerá su alma ígnea, impoluta, de monja “Altagraciana”, Gladys Jacobo, ¡mi maestra que se acaba de morir!

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