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El líder y el jefe

Es común que en los círculos políticos de República Dominicana se le llame líder a cualquier persona con influencia en las formaciones políticas o el Estado; y tanto se ha relajado el uso del término que hasta lo han encapsulado en algunos saludos que se han generalizado en los ambientes donde se congregan individuos considerados militantes partidarios. El “hola líder” suele desparramarse en un coro de murmullo atonal que provoca gestos de respuestas expresados en ademanes ridículos que pretenden dejar por sentado que el saludado acepta su condición de dirigente de altos vuelos.

No se toma en cuenta que las condiciones de un líder van más allá de una pose, de estar al frente de un grupo de personas a las que se maneja o de tener presencia mediática con la que se puede llegar a influir e incluso a incidir en la opinión pública. Piensan que un líder es el que habla en una asamblea del partido, el que ostenta un cargo de alto nivel en la formación, el que tiene un puesto de ministro o viceministro; de senador, diputado, alcalde o concejal; de presidente o vicepresidente de la República.

Pero no es así, porque la posición no hace al líder, como se suele decir, es el líder que hace al puesto. Los líderes, por lo general, no abundan; proliferan los jefes, que tienden a ser confundidos con los líderes, porque se tiene la inclinación a creer que el rol jugado por el cabeza de grupo es el que se juega desde un auténtico liderazgo, que debe estar dotado de las condiciones excepcionales que le permitan orientar sus pasos con sentido histórico, cualidad de la que adolece el jefe que, envuelto en sus acciones y visión de corto plazo, impone, desde la orfandad del pragmatismo, sus criterios emocionales.

Las amenazas y coerción del jefe se contraponen a la seducción del líder, un individuo con condiciones intelectuales que combinadas con el pragmatismo lo pueden llevar a ser un estadista o personaje de peso histórico, aunque nunca llegue a desempeñar un puesto público, porque su influencia va más allá del ejercicio del poder político, lo que necesita su contraparte para poder “dirigir”, y sin el cual termina convertido en una estopa social o en una estopa en la historia, si es que ésta llegara a tomarlo en cuenta por alguna que otra acción caricaturesca.

El líder tiene que ser un seductor, un encantador de serpientes que enseñe, que se constituya en maestro sin proponérselo, que muestre al público la regia formación que, aún sin academia, sea motivo de admiración. Con estas condiciones no necesita dar órdenes para poner orden, su sola presencia constituye una autoridad que se expresa en la sutileza de su conocimiento, lo que genera una empatía que conduce a la complicidad colectiva; no al miedo.

Nadie admira a un jefe, admira a un líder. Se “sigue” (obedece) al primero por pavura, por la amenaza de perder un derecho o un privilegio; al segundo se sigue por la producción de ideas que generan proyectos auténticos, o aquellos sueños, aquellas utopías que generan esperanzas que, por generaciones, se aferran a luminarias que desde el firmamento tiritan, en esos flashes de luces que acompañan a la humanidad para dar claridad y mostrar caminos en medios de la oscuridad.

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