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EL CORRER DE LOS DÍAS

La memoria vacía y el escriba sentado

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

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Fue un viejo amigo y profesor, el padre Oscar Robles Toledano, quien, en 1962, me acompaño, como un Cicerone, para mostrarme las salas del Museo del Louvre, en un París que aun en julio se tornaba, lluvioso, frio, y sorprendente.

Yo visitaba Paris por vez primera formando parte de la delegación dominicana a la XX Reunión General de la Unesco, y Robles ostentaba el cargo de Embajador ante la UNESCO. Había sido mi maestro y orientador en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Santo Domingo, y antes en la Escuela Nacional de Bellas Artes, donde dictaba la asignatura de Historia de la Cultura y Latín.

El profesor Robles Toledano, cuya cultura iluminadora me permitió conocer la obra de Toynbee y su pensamiento, y me hizo fanático de Sófocles, el más moderno de los dramaturgos griegos de la antigu¨edad, fl uctuaba entre el clasicismo grecolatino, la fi losofía de los románticos y la literatura.

Conocedor a fondo de la tomística y de San Agustín, era, en el fondo un hombre atrapado por mensajes internos que marcaban las arrugas de su frente, las que parecían el espejo de muchas preocupaciones.

Pocos hombres ha habido en nuestro país con la cultura de Robles Toledano. Nunca supe nada con relación a su origen judío, mostrado sin ambages el apellido de sus familiares.

En ese viaje por el Louvre nos detuvimos ante la estatua del “escriba sentado”, famosa obra egipcia, anónima, y embebida en la voz de aquel faraón que parecía dictar un último deseo, un decreto real, o un texto autobiográfi co, y me explicó el signifi cado de los escribas en Egipto, y cómo los faraones los consideraban de un rango superior, casi divinizándoles, muy por encima de los que, con memoria imponente, usaban de la remembranza oral.

La escritura, nacida entre los pueblos del Tigris y el Éufrates, entre los acadios y los babilonios, entró con la cultura egipcia en el ruedo de lo personal, abonando la raíz de las epopeyas.

Desde aquel momento se encendió en nosotros un deseo de escudriñar el pasado antiguo, y de considerar las tabletas y papiros como pensamientos -tal como diría Marx- coagulados, más que coagulados, detenidos. Pero pensamientos capaces de hablar y descubrir las glorias, ruinas y grandezas del pasado. Fue la infl uencia de Robles y de su clase sobre Antígona, donde me explicara, una vez, el concepto de la muerte en el drama griego cuando decidí, largo tiempo después de aquella clase, escribir mi drama Creonte, en el cual me atrevía a hacer una reinterpretación del drama en el cual criticaba los rubros del poder omnímodo. La obra, en un acto, fue representada en el Festival del Teatro Dominicano, antes de ser publicada.

En esos años anduve revisando, leyendo la obra de Werner Jaeger titulada Paideia, Los Ideales de la Cultura Griega, y desde esos tiempos la Grecia clásica fue lectura obligada.

Los diálogos socráticos me dieron sentido para pensar, y como en mis tiempos de ocio seguí siendo fanático de la fi losofía entendí que entre los griegos y sus dioses, en su mayoría semi-humanos y atrayentes por compartir con el hombre sus pensamientos y creencias, había un acuerdo oculto; eran dioses preferentes, casi encarnaciones de momentos de la vida humana.

Exhibían la memoria como arma que preservaba las historias, su egolatría era bien diferente de la que los judíos habían asignado al Jehová bíblico que yacía y yace en mi interior. La cultura griega repartió la creación en dioses que tenían todos una parceoa de poder, a veces contradictorios, mientras encerrado en su residencia más arroba del Pentateuco, Jehová castigaba muerte y consideraba las idolatrías una errática concepción que no tomaba en cuenta su poder omnímodo, con el que solo apoyaba a quienes, aun pecando, se hacían participes de sus decisiones y mandatos inquebrantables.

Desde entonces la memoria fue para mí un arma defensiva, una espada y escudo con el que se podrían capear las agresiones.

Aparte de Robles, debo señalar que fue Antonio Fernández Spencer, poeta de la vida cotidiana, y fi lósofo de raigambre orteguiana, quien hiciera posible con su afecto, asesoría y despego, que yo enrumbara mis pasos del derecho a la fi losofía, y más tarde a los estudios de la prehistoria.

En todos estos vaivenes, mientras tanto, pensaba que la memoria, la de los dioses de todas las religiones, por ser la directora de los hechos humano, gobernaba, casi sin que nos diéramos cuenta, nuestras vidas.

Algunas ideas de Freud me daban la razón. Los seres humanos poseen una memoria creativa, dada a las mentiras y a las vedadas, tienen también una memoria sexual dada a crear situaciones diferentes a las vividas, pero que son recordables y que actúan a favor o en contra de nosotros. Con la memoria y basados en ella, partimos hacia los caminos de la invención y del análisis de valores; nos dimos cuenta de que también existen memorias vacías y de que el ser humano sin memora sería un idiota, mientras que con la plenitud de la memoria es un dechado inteligencia.

Pero también aprendí que la memoria no tiene preferencias sino sugerencias.

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