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Eros decapitado

Emerson Soriano

El amor es “...infinito, mientras dure” Soneto de fidelidad, de Vinicius de Moraes.

Una melodía de jazz clásico se dejaba oír tenuemente en las bocinas de aquel rinconcito ubicado en la parte este del Restaurant -Grattelo creo, sí, así se llamaba- que varias veces los había acogido, testigo fiel de más de una promesa de amor donde solían ordenar unos crepes al estilo quebequés que, en más de una ocasión, él tuvo que comer en ración y media, pues ella siempre comía menos.

Ni los parroquianos en su entorno ni el señor y la señora que llegaron y les lanzaron una mirada de reproche, portadora de un reclamo por haberles tomado el rincón que también preferían, ni mucho menos el mozo que sirvió sus bebidas -un cóctel para ella, un Cuba libre para él- advirtieron que ese martes, al comenzar la noche, dos almas se encontraban allí para acordar y planificar una muerte. O quizá no una muerte, simple como suena, sin ninguna agravante que en la jerga jurídica la convirtiera en algo mayor; quizá tampoco un acuerdo, pues no había consenso al respecto, más bien discrepancia. Podría decirse, apropiándonos de un lenguaje técnico, que se trataba de un homicidio que, merced al concurso de una alevosa maquinación, terminaría en un asesinato en la modalidad de decapitación.

La relación se había interrumpido hacía casi seis meses por iniciativa de ella; no era la primera vez que sucedía (supuestamente ella padecía un mal psicoemocional que hacía intermitente su aptitud); pero esta vez él, en su afán por retenerla, le había pedido que volvieran a reunirse el día anterior (lunes), a lo que ella había respondido que sí; luego, al llegar la hora acordada ella, con un pretexto infantil, le llamó para decirle que ese día no podría ser. No se rindió, y sabiendo que ella libraba en su trabajo tanto el lunes como el martes, le pidió que se reunieran el martes, a lo que ella contestó afirmativamente con las siguientes palabras: “bien mañana a las siete” (de la noche, claro). Pero al llegar las siete de la noche del martes él, que ya se había instalado en un lugar para esperar su llamada, no oía timbrar el teléfono. Eso aumentaba su angustia, y finalmente, pasados diez minutos la llamó para recordarle su cita. Ella puso un pretexto más, pero él insistió y logró que accediera a encontrarlo en el lugar donde ahora estaban.

Un sumiller aconsejaba a una parejita -pletórica de amor manifiesto- sobre el vino que haría maridaje con su orden; él y ella los miraron, para luego, de forma sincrónica, encontrarse en una mirada respectivamente envidiosa y nostálgica de aquel desbordante amor que entre ellos ya no sería más. Luchó con ella durante dos horas mendigando ese amor inasible; ella se mantuvo incólume, si bien accedió a reconsiderarlo y avisarle más adelante. Se paró fue hasta él y le dijo: déjame darte un abrazo; él sin preguntar por qué abrió sus brazos sintiendo que era el fin y descubriendo con dolor que el amor de ella era itinerante y disfrutado -ella era de todos y de nadie-, y el suyo, endosimbiótico y padecido.

El lunes11 de septiembre recibió un mensaje de ella que decía: “Buenos días amor, he pensado mucho en ti, quiero saber cómo estás”. Su nostalgia fue mayor que su dolor; se quedó titubeando un rato, inseguro, pero al final decidió no responder. La amaba como a nada en el mundo, pero tuvo temor, no quería convertirse en una estatua de sal.

El autor es abogado y politólogo.

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