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Para hablar con Dios...

(Al poeta Miguel Alfonseca, donde quiera que esté su alma redimida)

La profesión de fe del ser humano en Dios a través de la historia ha estado asociada históricamente a una concepción antropomorfa, la divinidad como una encarnación física y espiritual del propio hombre. Se ha tratado de asemejar la voluntad humana a la suprema voluntad creadora del universo. En el fondo ha habido una debilidad troncal en el armazón teórico del concepto. El ser humano es producto de un largo proceso evolutivo, conjuntamente con otras especies, algunas desaparecidas, proceso donde se imbrica toda una relación social, productiva, material, económica, con un dejo esencial y permanente de búsqueda espiritual difusa, cuyas manifestaciones primarias evocaron en sus creencias el simultáneo desarrollo de sus aptitudes elementales. Ha sido una gravitatoria coexistencia en planos instintivos con una necesidad de encuentro con el Padre, idea suprema de una rectoría espiritual que rija el acto de vivir. Todos los poderes humanos basados morfológicamente en estructuras esclavistas, feudalistas, mercantilistas, capitalistas y socialistas, para mencionar la cuasi obsoleta clasificación histórica de los periodos, han erigido su plataforma de dominación no solamente en la organización del Estado, sino también en una deformación de la llamada condición espiritual de la humanidad, unos para apuntalar sus verdades eternas de dominación como mandato órfico, y otros para sustentar el culto al superhombre, idea demencial esbozada por Nietzsche y asumida pobremente por Hitler en su versión esotérica de la raza superior aria, absurdo seudo filosófico donde supura el fanatismo psicorrígido de todos los iluminados. La idea de que no existe Dios, y de que no hay creador es el otro extremo del desafuero, reacción típica de lo que algunos cultores de la ciencia, quienes erigen en la disciplina del conocimiento y la investigación, la formulación de que no hay pruebas tangibles de la existencia de un ser superior.

Las pruebas que buscan están remitidas al Dios antropomorfo, mitad divino y mitad humano, cuyas cóleras y desacuerdos las expresa a través de castigos perpetuos o desastres naturales. Al operar con este referimiento ideológico, los ateos creen servirse con la cuchara grande y tildan de ignorantes a los creyentes. Incurren en un error de bulto, no pueden discutir la existencia de Dios sobre la base de una definición absoluta de atributos humanos, no pueden someter al arma de la critica las facultades que arbitrariamente en un proceso gnoseológico congestionan la categoría existencial de un ser divino hasta trocarlo en una caricatura de los propios hombres y animales diversos.

¿Quién de los seres vivos no ha sentido en algún momento la presencia de una energía espiritual, de un soplo, de una esencia trascendente que clarea por instantes su vida? Es a mi modo de ver el contacto de la energía como materia sutil con el ser interior de una persona. Pero no puede hacer contacto con esa energía, la materia densa, corroída, sin pulir a través de la conciencia del amor, el arribo de una conciencia cósmica, infinitamente creadora y expansiva que continúa creando universos. Difícilmente se puede acceder a esa energía consciente en expansión, desde una energía saturada por instintos primarios de subsistencia, por tendencias homicidas, por ambiciones desbocadas, por pasiones de lucha por el poder sin límites, ejercido contra su propio entorno. Siendo la vida datada física del hombre bastante limitada, es sorprendente su estado de ánimo abismal en proponerse metas que en sentido general están circunscritas a sus propias ansias de poderes en ese coliseo sin tregua que es la díscola historia de la humanidad.

Ha habido seres distintos a los modos existenciales predominantes. Han sido excepciones memorables. Moldes ideales de vida donde no se perpetra ningún atentado contra el planeta y sus diversas fuentes de florecimiento. Un mundo como el que vivimos hoy, que en nada difiere de otras etapas oscurantistas donde la religión es usada como instrumento de opresión y catalizador del fanatismo más intricado, llegando a su clímax con las experiencias generadas en las guerras de conquista, o de verdaderos vertederos de basura ideológica que transitan orondos en búsquedas existenciales alucinógenas y otros que proclaman su superioridad atómica sobre la base de controles hegemónicos y en algunos casos ridículamente dinásticos.

Es una lucha desgarradora de todos contra todos, sin ideal supremo ni amor suficiente para poder conectar desde el desierto de nuestras almas, con la energía inapagable, fluida, insomne, de aquello que es, que se mueve, de aquello que gira cada segundo en el vórtice inmensurable de los universos creados y de los nuevos sistemas galácticos por crearse. En estos días de desastres naturales, he leído opiniones que cuestionan a Dios por no haber evitado la ocurrencia de esos fenómenos. Como si Dios fuera un ser antropomorfo lleno de las pasiones humanas y por lo tanto en contacto con ellas, satisfaciendo sus demandas. Con solo haber dado el soplo de la vida es suficiente condición metafísica para consagrar su infinita generosidad. Con haber dado a través de la evolución de los ciclos del desarrollo social y la conquista gradual de la conciencia, con solo sostener la llama de perdón como absolución de los desvaríos en la construcción de una nueva humanidad redimida, con solo darnos el amor incondicional, sin gravámenes, sin posesiones egoístas y miserables, ha sido suficiente.

Para hablar con Dios hay que limpiar el alma, hay que ponerse al nivel mínimo de las energías que fluyen, que hacen milagros, que organizan en su libertad absoluta el reino de los cielos en la conciencia de los hombres.

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