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Sócrates y las leyes

Los intelectuales deben jugar su rol, aunque en ocasiones resulten, para Edward Said, “intrusos”; para Noam Chonsky, “difamadores, comisarios políticos”, y para Sartre, simples personas que “se meten donde nos les importa”. Su desempeño, si es sano, implica una actitud de compromiso con los cambios positivos, el bienestar general, la construcción de un mundo mejor y las actuaciones correctas. Los intelectuales no han estado ausentes en ninguno de los cambios revolucionarios trascendentales de la historia de la humanidad, han elaborado su soporte ideológico, y, a veces, hasta sostenido su empuje táctico.

Hay intelectuales probos y no probos, nobles y perversos -el marqués de Sade fue reivindicado por el poeta Paul Éluard (miembro del Partido Comunista Francés) como “el más implacable y temido de los revolucionarios”-, los hay, según se confirma a veces, reales y de pacotilla; pero en fin, los que se sientan sin serlo, no lo serán por sentirlo, y a los que en realidad lo son nadie osará regatearles los méritos. Sin embargo, cuando hay mestizaje pudieran exponerse a perder, unos la vocación y otros el pudor.

Pero, total, “cada quien hace con su vida un saco y se mete”, reza el aforismo popular. Lo importante es destacar que, en el manifiesto publicado como verde por un grupo de intelectuales, donde se pide la renuncia del Presidente, para mí, ciertamente, hay intelectuales que honran ese calificativo, y hay uno, incluso, que me privilegia con su amistad, y que admiro tanto que siempre que me lo encuentro le llamo maestro (como una suerte de ruego discreto para que me admita en su círculo de discípulos), porque realmente lo es.

Pero, intelectualidad y política son cosas que no necesariamente interactúan productivamente; pudiera haber quien sea una cosa sin aptitud para la otra, o viceversa. La política, y más particularmente el Estado, hay que aprenderlos, como disciplina, como oficio. Quisiera reflexionar con aquellos intelectuales dignos del adjetivo sobre el hecho que relata Platón en los “Diálogos Socráticos” (Cfr. Critón o Del deber) en el que Critón, un viejo amigo y discípulo de Sócrates, le propone huir para escapar de la muerte inminente a la que está sentenciado; y el maestro, en un gesto supremo de renunciación -la nave que conducía a Delos, la ofrenda votiva, y, a cuya llegada Sócrates debía morir tomando la cicuta, estaba a punto de tocar puerto- se niega a huir alegando fidelidad a la leyes y argumentando que sería perjudicial moralmente que un ciudadano que haya acatado voluntariamente las leyes las desobedeciera sustrayéndose al castigo impuesto por estas.

Ese respeto por las leyes es el mismo que se exige a los intelectuales que piden la renuncia del Presidente, pretendiendo quebrantar el ordenamiento instituido. Porque es obvio que no se puede invocar la institucionalidad por un lado y pretender quebrantarla por el otro. Le respeto maestro, pero para eso, esperemos el veinte.

El autor es abogado y politólogo

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