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El lenguaje como factor decisivo en la política

Las campañas electorales se han convertido en un ejercicio permanente que supone un afianzamiento de la democracia tal y como la conocemos en Occidente. Su presencia asoma cuando se convoca al pueblo para la elección del presidente y vicepresidente de la República o jefe de gobierno allí donde existen monarquías (expresión política feudal y de los regímenes religiosos primitivos), cuando se programan votaciones para elegir alcaldes, gobernadores, senadores, diputados y concejales; además de cuando se llama a consultas plebiscitarias para conocer la opinión de los ciudadanos respecto a algún tema específico.

Para muchos a más consultas y sufragios, más participación ciudadana, lo que deviene en más democracia, algo que conllevaría a su vez, a la creación de un elevado grado de satisfacción colectiva, porque la estructuración del Estado se supone participativa. Previo al día en que el voto marca el destino del certamen, las formaciones políticas, movimientos sociales u organizaciones de la sociedad civil, defi nen estrategias comunicacionales para convencer al votante de sufragar en favor de sus propuestas, pero conocido los resultados, los perdedores, con miras al futuro, reinician su ofensiva propagandística, lo que trae como resultado que en tiempos electorales “muertos”, la campaña electoral continúe.

El proselitismo permanente distrae el tiempo que las organizaciones necesitan para debatir los grandes problemas nacionales. Y viene a resultar así, porque, aunque el espacio proselitista debería aprovecharse para tocar a profundidad los temas de interés social, económicos, políticos o medioambientales, se desperdicia en una guerra de manipulaciones concentrada en una retórica que gira en torno a frases cargadas de consignas manipuladoras, muchas veces arrancadas de medias verdades, e incluso de mentiras vulgares que tienen como fi n despertar emociones que en muchos casos radicalizan y fanatizan al extremo de incitar a la confrontación física.

Auscultar al potencial elector, a través de mecanismos cada vez más sofi sticados que no puedan ser burlados como ha venido ocurriendo en algunos procesos electorales, para saber cómo piensa, cuáles son sus necesidades y demandas, se ha convertido en un hábito, en un instrumento útil para la elaboración de un discurso de campaña que entone con el deseo de la mayoría de los electores aunque las aspiraciones del votante no se correspondan con las necesidades reales del país. Lo que se busca es tocar la melodía que quiera escuchar la mayoría aunque ésta carezca de calidad musical y lírica, cuando la responsabilidad política exige la orientación hacia la calidad.

Esta preocupante tendencia, con resultados exitosos para el que tenga más capacidad de manipulación, degrada el debate cuando no lo elimina de forma total, y esto va, a la larga, desconectando al político del ciudadano, pues la realidad del poder es muchas veces distinta a los deseos de las mayorías y cuando el que lo alcanzó bajo consignas engañosas no puede cumplir, provoca decepciones que, repetidas, erosionan la credibilidad, cuestión que deviene desconfi anza, la que puede afectar a todos los líderes de las formaciones políticas, e incluso a todo el sistema de partidos.

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