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COSAS DE DIOS

Victoria funeraria

El recuerdo que guardo de la primera mujer a quien vi recién parida aparece entre brumas. Nuestra vecina, doña Victoria, se desmontaba de un automóvil con una bebé en brazos. Los niños, a una distancia prudente, en la acera, observábamos, mientras, los mayores saciaban la curiosidad de todos: ver a la pequeña, la cuarta hembra y séptima de los hijos de aquel matrimonio que ha sido como parte de mi propia familia.

Doña Victoria trajo al mundo, con dolores de parto, sin los paliativos de ahora, a todos sus hijos y los educaron, ella y su esposo don Darío, con recursos muy limitados. Parecía una mujer tradicional, sujeta a las decisiones del marido que, en su caso, era un hombre bueno, pero de carácter fuerte.

No obstante, con los años, doña Victoria nos enseñó a todos que nadie conocía sus capacidades. Lo primero fue que decidieron emigrar hacia la capital, a empezar de cero, con aquella prole y escasos bienes. La suya fue la única familia de la calle Asomante, donde vivíamos, que se atrevió a dar semejante paso. Y, si apostara, no lo hago, arriesgaría todo a que fue ella el motor impulsor de esa idea. La decisión fue acertada.

Aquí sus hijos encontraron un futuro, probablemente, distinto al que habrían conocido de permanecer en El Seibo. Su hija mayor se casó con un pelotero de grandes ligas, la menor con un artista popular, el mayor de los varones se hizo economista y abogado y, los demás, aquí y en el exterior, se ganan dignamente la vida.

En cuanto a doña Victoria, les cuento. Aprendió a conducir muy pasados los sesenta años, y todavía lo hace, en esta ciudad caótica en donde a mí me provoca pánico el tráfico. Ha viajado sin descanso, administrado negocios de sus hijas, cuidado nietos, organizado fiestas de quince años y bodas, como la mía, y apoyado a todo el que, en momentos de alegría o dolor, la ha necesitado. Fue la compañera de su esposo, don Darío, hasta el día en que este nos dejó.

¿Su defecto? Mi mamá, su comadre, le llama la andariega porque no para el pie. Ahora mismo anda por Nueva York, donde una nieta se acaba de graduar en la universidad. Y sus hijos, José, Clara, Osiris, Sonia, Lucy, Sócrates y Cristiana, en broma, le llaman “Victoria funeraria”, porque ha dado más pésames que un enterrador. Y la aman tanto como ella se lo merece. Como la madre excepcional que ha sido en quien quiero reconocer a tantas otras, en nuestro día. ¡Felicidades!

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