Como partes...

Una muchacha, llena de dones y bondad, se ofrece para brindar un servicio en su parroquia. Lo que le cae encima es un trabajo descomunal que ella asume con responsabilidad y compromiso. El resultado da frutos. Prueba de ello son los testimonios que surgen gracias a su labor. Pero esta chica, cumplido su deber, solo se retira y continúa con su trabajo, obligaciones y tareas cotidianas. No pide reconocimiento, ni paga alguna, trabajó para Dios y eso es suficiente.

Pero el Señor no se queda con lo de nadie y, pasado un tiempo corto, ella, también, tiene un testimonio producto de aquel trabajo que hizo de manera desinteresada.

Esa forma de actuar, a mi entender, es la única que garantiza el que podamos recibir la Gracia de Dios. Porque si hacemos cualquier cosa como un trueque, yo te doy y tú me das, que nadie se siente a esperar recompensa. El trabajo que Dios premia es aquel que hacemos sin esperar nada a cambio, con la plena convicción de que llevarlo a cabo, servir, es lo único que importa. Y si esa satisfacción es lo único que recibimos, debe ser suficiente.

Dios es tan justo que, cuando algo no funciona bien en nuestras vidas, conviene cambiar el punto hacia el que estamos mirando. En lugar de fijarnos en el origen, por ejemplo, de nuestras constantes crisis económica, enfermedades u otras carencias, vamos a observar cómo anda nuestra generosidad. Cuánto de lo que recibimos damos a otros, cuáles de nuestros dones ponemos al servicio de los demás. En fin, cuánto repartimos de nosotros para el bien común.

Insisto en esa justicia exacta de Dios que distribuye sin quedarse con lo que le toca a nadie.

Así como le ocurrió a la chica de quien hablé al inicio de este escrito, puede devolverte a ti, cuando menos lo esperas, el fruto de un trabajo desinteresado hecho con amor para los demás. También, puede ocurrir que nos lleguen pocas bendiciones porque Él nos las regala en el mismo número en que las repartimos entre los otros, nuestros semejantes. Porque, al que parte, así mismito, Dios le reparte.