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Añoranza

Nochebuena en Santo Domingo viejo

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Edgardo Hernández MejíaSanto Domingo

A: Federico Henríquez Grateraux, Aníbal Ortega Piña, Manuel Escobar Alfonseca, Miguel A. Pichardo Vicioso.

Cuando Marcelo salió de su casa, apenas pasaban diez minutos de las dos de la tarde, pero él iba apresurado porque pensaba que no le alcanzaría el tiempo para visitar a todos los amigos que necesitaba contactar antes de que transcurriera la Nochebuena, a fin de ejecutar la faena que había ideado.

La conversación escuchada por Marcelo en el carro del concho que abordó en la acera de la Farmacia de Gómez Olivier, en la calle El Conde, le había producido nerviosismo, porque temía que algo negativo le ocurriera a sus bienes por haberse alejado de su vivienda. No podía evitar reproducir en su mente la muy vieja escena que acababa de escuchar en el vehículo, sobre un hombre que buscaba con desesperación las cosas de su propiedad que el ciclón de San Zenón había arrasado en el barrio de Santa Bárbara; lo que sucedió porque aquel individuo dejó solo su hogar, sin encargar a alguien el cuidado de sus pertenencias. Únicamente por el gran interés que tenía Marcelo en contactar a sus amigos antes de que anocheciera aquél 24 de diciembre, fue que se arriesgó a dejar su vivienda sin vigilancia.

Cuando llegó a su destino, lo primero que hizo antes de ir a saludar a Toñito fue visitar la cafetería contigua al cine Capitolio, con el objetivo de comprar dos pastelitos de los que hacía Doña Chita, ya que no había ingerido más que café y un pan durante la mañana de ese día. En lo que aguardaba en el parque Colón la llegada del receso de su amigo que laboraba en la Papelería Pool Hermanos, puso atención a lo que conversaba el limpiabotas Fanduiz con uno de sus clientes. Ellos comentaban que todo se logra con dificultad en la vida, y que sólo el trabajo constante sirve de base para alcanzar la prosperidad. Preocupó a Marcelo en aquella ocasión que los ejemplos citados por Fanduiz eran de naturaleza muy distinta a los que se proponía realizar él, con la ayuda de algunos compañeros durante el transcurso de aquella Nochebuena. El referido limpiabotas comentó el merecido progreso conquistado por Andrés, quien se inició como simple empleado de limpieza en la Heladería Los Imperiales y años después pasó a ser camarero al servicio del chino Juan Chea en la barra del Hotel Comercial, donde recibía buenas propinas diariamente. También comentó el caso de Lito, el mensajero de la Casa Velásquez, quien trabajó allí mucho tiempo y con sus ahorros pudo costear la instalación de un ventorrillo en el sector San Lázaro, así como un puesto de venta de frutas entre las dos puertas de entrada del Hospital Padre Billini, ubicado en la calle Santomé esquina Arzobispo Nouel, frente al Bar América. Y aunque Lito luego fracasó, aseguró Fanduiz, no fue por su mala cabeza, sino porque se enamoró y se rindió ante los caprichos de La Rubia; una hermosa, pero oportunista mujer que le hizo gastar todo su modesto capital en comprar unos terrenos en las cercanías de Magueyal, el campo de ella; los cuales confió a su cuñado, quien no era más que un borrachón.

A propósito de este tema el experto limpiabotas recordó que bien lo decía siempre Magalú, el zapatero de la calle Santomé, que la mujer muy bonita y joven sólo es buena para disfrutar cuando ella pasa frente a nosotros, pero no para vivir junto a ella; en razón de que mirar no cuesta nada, pero resulta más caro que una botija llena de oro que una muchacha buenamoza te acompañe siempre. Y añadió que algo muy parecido aconsejaba Bon a sus clientes cuando lo visitaban en la barbería de la calle Arzobispo Nouel, casi frente a Martínez, el sombrerero; en el sentido de que para piropear, visitar y pasear son mejores las mujeres muy bellas; pero para mudarse permanentemente ninguna dama es superior a las de “caras simples”, porque éstas colaboran en todo y exigen poco.

Cuando Toñito cruzó la calle El Conde hacia la Catedral, a la hora de su receso laboral, lució indeciso frente a la propuesta de Marcelo en relación a la programación de esa noche. Quizás pensó que no debía realizar esa tarea durante la Nochebuena, porque si aceptaba hacerla, no podría cenar el lechón asado con moro de guandules y ensalada de papas con zanahorias que tenía programado cocinar su familia. Posiblemente la actitud dubitativa asumida por el referido empleado de la papelería fue lo que impulsó a Marcelo a retirarse con rapidez, a fin de procurar involucrar a otros amigos suyos en el plan que se proponía ejecutar esa misma noche. Razonó Marcelo que, en definitiva esa actividad, aunque era agotadora no conllevaba mayores riesgos, y por tanto debería ser atractiva para cualquier persona. Entonces pensó en Manolo, un viejo amigo y compadre suyo que pasaba la mayor parte del tiempo de la segunda quincena de diciembre vendiendo teleras en los alrededores del legendario edificio Copello de la calle El Conde esquina Sánchez. Cuando fue en busca de él, alguien le informó que se encontraba en el Colmado de Piloña, situado en la acera opuesta a la Iglesia Del Carmen.

--Manolo, ¿quieres ganarte unos pesos largos esta Nochebuena? - preguntó Marcelo con discreción al encontrarse con su viejo amigo.

--Compadre, dígame qué tengo que hacer -respondió interesado Manolo.

Pero sucedió que el inquieto Marcelo no pudo exponer en ese preciso momento su plan, en razón de que llegó Arepa al referido colmado con un gran alboroto, contando lo que le ocurrió frente a la Casa de los Cuadritos, en la avenida Mella, a un empleado de la juguetería La Margarita y a su vecino, el sereno de la tienda de discos Bartolo Primero. Narró Arepa que aquellos individuos estaban parados conversando en la acera del citado comercio, luego de salir del cuartel de los bomberos de la avenida Mella, donde recibieron sendas fundas navideñas; sucediendo que unos maleantes les arrebataron sus regalos que consistían en alimentos, dulces y aguardiente. Comentaron entonces los presentes en el colmado de Piloña que era lamentable ese hecho, pero sólo por el pavo y por los dulces que contenían las fundas, no así por el ron; en razón de que Guelo, el empleado de la disquera Bartolo Primero, era muy bebedor y ya le habían sucedido varias experiencias negativas. Recordaron que en una oportunidad se emborrachó de tal manera que olvidó la dirección de su hogar, y lo único que recordaba era que su mujer trabajaba como conserje en el Colegio Santa Ana, de las profesoras Castro Colón; pero como no hablaba claro por la borrachera, el chofer del carro público que contrató lo llevó a las cuevas de Santa Ana que están en la avenida Bolívar.

Al rato Marcelo logró conversar a solas con su compadre Manolo y acordó encontrarse con él a las seis de la tarde de ese día en el ventorrillo de María La Turca, ubicado en la cuesta de la calle José Reyes. No resultó difícil convencer a Manolo para que participara en la actividad que le propuso su amigo, toda vez que él siempre se había caracterizado por ser un “busca-vida que va a donde está el peso”.

Luego Marcelo se dirigió al Callejón Sal si Puede, en San Miguel, que era el lugar donde residía Leandro; pero no lo encontró. Su mujer le informó que él había salido temprano rumbo al barrio de San Antón en compañía de un amigo apodado Pelao, con la finalidad de comprar manzanas, lerenes y pan de fruta; también a buscar un radio prestado para bailar en la casa durante esa noche.

No obstante las dificultades que tuvo Marcelo para reunir al grupo que necesitaba, no desistió de su plan, y con entusiasmo salió en busca de su cuñado Antonio. Con ese propósito se dirigió rápidamente hacia las Cuarterías El Tamarindo, situadas en la calle Arzobispo Portes, muy cerca del Colmado de Mingo.

--Tony, que bueno que te encuentro, te tengo un asuntico para esta Nochebuena que da buen billete; pero no puedes beber ron desde temprano, sino cuando entre la noche, para que puedas hacer bien el trabajitoÖ ¿entendiste? -expresó Marcelo con una maliciosa sonrisa.

Sólo faltaba una persona por confirmar su participación esa noche en la actividad que coordinaba Marcelo; sin embargo, el presentimiento de que fracasaría el referido plan ponía cada vez más nervioso e inseguro a su auspiciador.

Marcelo tenía gran duda sobre el éxito de la tarea nocturna que había programado. Mientras sentía cierta desesperanza, pasaban por su mente numerosas imágenes de las alegres Nochebuenas que su familia había logrado celebrar durante su adolescencia. Época en que los veinticuatro de diciembre, en horas tempranas de la noche, muchos jóvenes iban a celebrar y a bailar merengue en el parquecito Rubén Darío, frente al “Obelisco Hembra”; oyendo la estridente música de Radio Guarachita, sintonizada en el taxi de su padre, mientras éste esperaba clientes que lo contrataran. Actividad que desarrollaba apróximadamente hasta las once de la noche con la finalidad de producir el dinero con que iba a celebrar la navidad hasta la salida del sol el día 25. Por ese motivo Marcelo aprendió desde muy joven a bailar y a amanecer alegremente los días de la Nochebuena.

No obstante sus dudas y pesimismo sobre la viabilidad de su plan, Marcelo evocó una experiencia positiva durante aquellas inquietantes horas; la de su tía Flora, quien se presentó un día de navidad con gran regocijo a la casa de su abuela, con una funda de mandarinas y un radio nuevo marca Philips, con ojo mágico, que durante la tarde del día anterior había comprado donde Fello Esteva, con el dinero de la regalía pascual que recibió en el consultorio del doctor Santoni, en la Clínica Abreu, donde laboraba como recepcionista.

La última diligencia de aquella tarde consistía en conversar con Efraín, un vendedor ambulante que en ocasiones se detenía a vender naranjas en la acera del restaurante de Men el Chino, ubicado frente al Parque Independencia. Este frutero informó a Marcelo que se había comprometido con sus hermanas para asistir esa noche a la Misa del Gallo en la Iglesia Santa Clara; por ese motivo le recomendó para ejecutar esa tarea a Samuel, el cinqueño, quien era guardián municipal en las ruinas coloniales del Hospital San Nicolás o en las del Monasterio de San Francisco; asegurándole Efraín que en uno de esos dos lugares lo podría localizar ese día antes de las seis de la tarde, hora en que se agotaba su turno de trabajo.

Marcelo no tuvo dificultad en localizar a Samuel, quien aceptó gustoso la invitación para participar esa misma noche en la ardua tarea que suponía recorrer gran parte de la vieja ciudad de Santo Domingo en la ejecución de la actividad que se le propuso.

Puntualmente a las siete de la noche de aquel 24 de diciembre partió la caminata de Marcelo, junto a sus compañeros, desde las antiguas casas levantadas en la calle Arzobispo Meriño, recorriendo luego la Padre Billini, para después doblar hacia el Sur, al llegar al Colegio Santo Tomás, donde se exhibía un colorido árbol navideño, penetrando entonces al Callejón de Regina, y momentos después a la calle Arzobispo Portes, hasta encontrar la Puerta de la Misericordia. Continuando el recorrido por la calle Palo Hincado, hasta internarse en la muy transitada vía de Las Mercedes, girando más adelante en la calle José Reyes, en dirección hacia la Logia Cuna de América; alcanzando la esquina de la Salomé UreñaÖ

Ya al filo de la medianoche Marcelo se despojó de su acordeón, y se dedicó a contar, junto a sus tres compañeros de faena, el dinero que produjeron ellos aquella Nochebuena.

--Compadre, se lo dije, “Alabar a Dios” y “Traigo un ramillete” fueron las piezas musicales más pedidas esta noche a nuestro “Perico Ripiao” navideño -manifestó Tony mientras ingería un pastel en hoja con notoria satisfacción, al recibir el pago por su labor de tamborero.

Nota: “Nochebuena en Santo Domingo Viejo” es un interesante relato de la autoría de Edgardo Hernández Mejía, el cual deja constancia de un nostálgico homenaje y entrañable testimonio de recordación de los personajes y los lugares de antaño de la ciudad de Santo Domingo Colonial.

Fue reconocido por la “Sociedad Hijos de la Ciudad Primada de América” como el relato escrito en la República Dominicana más importante y de mayor representatividad de la tradición navideña de la capital del país.

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