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Mi bisabuelo Pancho

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Marino Vinicio Castillo R.Santo Domingo, RD

Su nombre era Francisco Rodríguez Gómez y en mi familia materna fue un tesoro que acariciara su descendencia con profunda devoción. Supe desde niño de su importancia como centro de la misma y de muchas facetas de su personalidad. Hoy, retomo una que me atrajo siempre; me sembró admiración y respeto por el bisabuelo para siempre.

Nuestro queridísimo Cardenal Nicolás de Jesús, siendo entonces Arzobispo de Santo Domingo, nos honró con su presencia y ofreció la primera misa en el templo levantado, Jesús El Justo Eterno, sito en El Pozo, de Macorís, en el Fundo “María Dolores Núñez”, que es el nido mayor de recuerdos familiares.

Al terminar la misa, Nicolás me pidió que expresara algunos recuerdos de la familia, que también es la suya, y tomé a mi Papá Pancho como tema. Así que, cuento:

Él era un comerciante de Moca, llevado por sus padres desde Baní, antes de producirse la entrega de nuestra Independencia por anexión a España; estuvo emocionalmente enclavado en la obediencia a Su Majestad Isabel II, Reina de España, como les ocurría a otros muchos Canarios y su descendencia; el más importante, la prueba mayor, fue la del Generalísimo Máximo Gómez. Sabemos cómo este héroe supremo de la Independencia de Cuba, aquí de muy joven, sin embargo, luchó del lado español.

Mi bisabuelo, dedicado al comercio, tuvo que resistir la aversión de los revolucionarios restauradores, que le incendiaran la tienda.

Papá Pancho había comprado unas tierras en El Pozo de San Francisco de Macorís y estaba levantando unos cacaotales, según parece, conforme a pactos existentes para el desarrollo de la agricultura en general, que rindiera frutos interesantes, al grado de que muchos sostienen que ellos fueron colonizadores del desarrollo agrícola nuestro, capaces de fomentar heredades asombrosas en el Cibao.

El hecho fue que ocurrió una tragedia que afectó gravemente a la familia, especialmente a mi bisabuela Narcisa Vásquez. Ya estaban establecidos en los predios; incluso, mi abuelo Francisco apenas tenía diez años de edad; su hermano mayor de nombre Domingo, era el encargado de viajar a Moca a buscar el dinero de las nóminas de los pagos a los trabajadores.

En uno de sus viajes, que resultó el último, donde pernoctaba en Salcedo, un hombre peligroso lo invitó a ir de mañanita “a un lugar donde dormían palomas”, a fin de cazarlas. El jovencito accedió y no se dio cuenta de que era una trampa mortal aquella invitación; ésto le dio al asesino oportunidad de dispararle en la nuca y robarle el dinero del pago que su padre, mi bisabuelo Pancho, esperaba. Contaba mi abuelo lo que sufrió su madre con aquella tragedia.

Salieron, bajo la dirección de Papá Pancho, trabajadores y amigos, a perseguir al autor de los hechos que hoy puedo contar. Fue una noticia que pareció incendiar los ánimos de todos los que trabajaban en el desarrollo de aquellos cacaotales, cuyos árboles descendientes son parte, todavía, de nuestra Estancia María Virgen.

El hecho fue que aquel padre destrozado, una vez sepultara su hijo amado, formó un piquete para dar caza al despiadado y frío asesino; lo buscaron sin cesar y lograron apresarlo en Magante, lo que hoy es Gaspar Hernández.

Hago un alto que es necesario para explicar lo que planteé en aquella misa al ilustre Prelado, acerca del comportamiento del Viejo Pancho. Le hablé de su reacción ante lo propuesto por sus leales amigos y trabajadores, muy indignados por el asesinato de Domingo, el jovencito que tanto compartía con ellos.

El Viejo se opuso terminantemente a que se tocara, siquiera, al asesino, porque él era un hombre de ley y “sólo la justicia podía decidir la suerte de aquel hombre, que tanto daño le había hecho a su familia.”

Se impuso don Pancho y llevaron al fugitivo a La Vega y allí fue juzgado por asesinato, y condenado a muerte por fusilamiento, todo “Por Autoridad de la Ley y En Nombre de la República Restaurada”, según el fallo.

El noble Prelado me miraba, como si estuviera haciendo un esfuerzo para comprender la emoción vehemente de mi relato y tuve que preguntarle: “¿Qué nos dice esa conducta de aquel hombre, en tiempos de violencias y barbarie?” Su respuesta fue sabia y me dijo: “Bueno, si se le compara con lo que la mayoría hoy haría, al apresarlo, su actitud reflejó lo que era don Pancho, un hombre de bien, trabajador y respetuoso de la ley y de los valores de su sociedad.”

Comprendí que para él no resultaba fácil opinar sobre una ocurrencia como esa, pues la iglesia es defensora a ultranza de la vida. Ésto, sin dejar de pensar en que también tiene que entendérselas con los hombres, sus dolores y sus pasiones.

La reciedumbre del carácter de aquel hombre, terminé de describírsela. El Viejo Pancho se decidió a cumplir una parte escabrosa de la tradición, que consistía en que los padres de víctimas de asesinato podían presenciar el acto de fusilamiento; incluso, ofrecer a sus expensas, el ataúd para el condenado a muerte.

El Viejo cumplió con la terrible tradición y se le oyó decir: “Dios me habrá de perdonar, porque sólo Él sabe que lo que nos hizo sufrir, a Cisa y a mí, al matarnos la niña de nuestros ojos.”

Cuantas veces voy al campo y veo sus esfuerzos, rezo en silencio y siento orgullo especial de ser de su descendencia. Esa es mi estirpe preferida.