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El honor y la intimidad de los funcionarios públicos

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Namphi RodríguezSanto Domingo, RD

Las pugnacidades de la doctrina jurídica por la protección penal del derecho al honor frente a las libertades de expresión e información no han sido zanjadas del todo con la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) de abril de 2016 que despenalizó los delitos de difamación e injuria que afecten a funcionarios públicos.

En su precedente TC/0075/16, el Tribunal Constitucional pronunció la nulidad de los artículos 30, 31 y 34 de la vieja Ley 6132, de Expresión y Difusión del Pensamiento, promulgada por el Consejo de Estado en 1962 mediante decreto-ley, la cual reproducía un régimen represivo decimonónico del Derecho francés.

El TC optó por la despenalización de la difamación o de la injuria que se alegue contra funcionarios públicos del rango ministerial, directores generales, legisladores, magistrados y los cuerpos represivos.

Por el contrario, retuvo las penas de prisión en el caso en que el delito se materialice entre particulares o cuando se dirige contra el Presidente de la República y los dignatarios extranjeros, con lo cual dejó vigente lo que la doctrina denomina leyes de desacato, normas que otorgan una protección especial al honor de quienes ejercen la función pública: por ejemplo, aquellas que contemplan penas más graves o procedimientos especiales para juzgar a los imputados de la ofensa al Presidente (artículo 39 de la Ley 6132 y 368-369 del Código Penal, vigentes aún).

En torno a la decisión del tribunal, quisiéramos subrayar que es innegable que el honor, la intimidad y la propia imagen son derechos de la personalidad que tienen las características de ser irrenun ciables, inalienables e imprescriptibles. Sin embargo, no se puede negar que existe una doctrina consolidada que admite una cierta “dosificación” de estos derechos en aquellas personas cuyas profesiones tienden a su mediatización, como funcionarios públicos, políticos, artistas y deportistas.

Con frecuencia, estos sujetos deben soportar más intromisiones en su intimidad o en su honor que aquellos que han optado por una vida discreta y apartada de los medios de comunicación. En tal sentido, el TC ha hecho acopio desde su sentencia TC/0011/12 de la jurisprudencia comparada para delimitar el interés relevante de las informaciones que atañen a personas públicas.

Sobre el particular, se considera que las personas públicas o que voluntariamente adoptan tal condición ante un hecho, deben tolerar un cierto mayor grado de injerencia en sus derechos de la personalidad.

Del mismo modo, en la sentencia TC/0084/13, del 4 de junio de 2013, nuestro supremo intérprete de la Constitución reseñó el deber de los funcionarios públicos de someterse a la crítica pública: “Respecto de las limitaciones de la protección de la vida privada de los funcionarios públicos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha señalado–mediante jurisprudencia que nos vincula y respecto de la cual este Tribunal expresa su conformidad—que “en una sociedad democrática los funcionarios públicos están más expuestos al escrutinio y a la crítica del público. Este diferente umbral de protección se explica porque se han expuesto voluntariamente a un escrutinio más exigente”.

En relación con el carácter de interés público, la Corte sostiene que prevalece “la protección a la libertad de expresión respecto de las opiniones o informaciones sobre asuntos en los cuales la sociedad tiene un legítimo interés de mantenerse informada, de conocer lo que incide sobre el funcionamiento del Estado, o afecta derechos o intereses generales o le acarrea consecuencias importantes”.

Este precedente se desprende de la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en los casos Ríos y Apitz Barbera y otros Vs. Venezuela, en que se consideró que, “el ejercicio de la libertad de expresión no es solamente un derecho, sino también un deber”.

Esta situación se explica por la razón de que la libertad de información, y muchas veces la de expresión, se ejercen sobre temas que tienen la condición de ser de interés público, y estos hechos, regularmente, arrastran consigo a sus actores, por lo cual se ve mediatizado el derecho ala intimidad o al honor de esas personas. Así, un depositario de la autoridad pública o una persona que dirija una institución que reciba recursos oficiales, deben ser más tolerantes que un particular frente a las críticas que se les hacen a su persona o a su gestión.

Sin embargo, no es una situación de desventaja absoluta. La tendencia actual de los tribunales admite que aquellos que viven de su imagen pública propenden a ser más vigilantes y cautelosos que las demás personas. Por consiguiente, las indemnizaciones que deben recibir por intromisiones ilegítimas en sus derechos al honor o a la intimidad, han de ser mayores que las del común de las personas.

Respecto del mantenimiento de las penas de privación de libertad cuando la difamación e injuria se den entre particulares, se podría afirmar que la decisión del TC se justificaría argumentando que cuando se alude a ciudadanos no se generan las tensiones que se producen entre la prensa y el poder. Pero, lo que, a nuestro juicio, resulta incongruente es que se despenalice el delito contra funcionarios públicos, y se mantengan las penas de privación de libertad cuando la infracción daña el Presidente de la República y los dignatarios extranjeros.

Una parte de la doctrina considera que se trata de una “protección especial” a la investidura del jefe del Estado, mientras de otro lado se habla de una concepción de la persecución penal de lesa majestad que es inexplicable en el Estado Social y Democrático de Derecho.