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El avión que nunca llegó

Faltaban pocas horas para dejar atrás aquel escenario de ruinas que convirtió a Managua, capital de Nicaragua, en la mayor tumba de la historia en la fatídica Nochebuena del 1972.

A una semana del violento terremoto que destruyó casas, edificios y agrieto calles y avenidas, el fétido olor causado por la descomposición de los millares de cadaveres arrobapa como bruma densa la ciudad fantasma.

A Managua llegamos tras un viaje en la cabina de carga de un avión militar venezolano que formaba parte de un corredor aéreo de emergencia, y que había venido a Santo Domingo a recoger alimentos, medicinas, frazadas y otros utensilios para los damnificados.

Al aterrizar en el aeropuerto nicaraguense, el embajador dominicano, José Ángel Saviñon, nos facilitó un vehículo con chofer para que, en un rápido recorrido que no podía durar más de una hora entráramos a la ciudad para fotografiar sus escombros y entrevistar ciudadanos.

Pero la curiosidad periodística y el afán de capturar todas las imágenes de esa especie de armagedom se nos pasó el plazo de tiempo y cuando pudimos regresar, presurosos, al aeropuerto, ya el avión militar había decolado, con rumbo otra vez hacia Santo Domingo.

No nos quedó más alternativa que hospedarnos en la embajada dominicana y aprovechar el tiempo incierto que nos quedaba en la cobertura de las tareas de rescate y reconstrucción, a la espera de un golpe de suerte que nos retornara a nuestro país.

Fue una semana terrible. Era difícil conciliar el sueño o sentirse seguro porque a cada momento las réplicas de temblores desprendian las tejas de la casa y estas caían en las carpas que nos recubrían en el patio.

En ese interregno se iban al suelo casas y edificios que fueron resquebrajados con el primer sacudion de la Nochebuena y era una proeza transitar entre las calles llenas de esos escombros.

Pese a la vigencia de la ley marcial, pudimos conseguir salvoconductos y movernos por toda la ciudad y pueblos cercanos, como Masaya y León, palpando lo poco que mostraba la vida en un país traumatizado.

Tuve la suerte de lograr una entrevista exclusiva en su búnker de seguridad con el dictador Anastasio (Tachito) Somoza, aprovechando la visita que le hizo el general Juan Rene Beauchamps Javier, para acreditarse como jefe de la misión dominicana de asistencia.

Al día siguiente, el general Beauchamps Javier nos llamó para darnos una noticia que nos llenó de entusiasmo: “Prepárense para retornar mañana en un avión que vendrá desde Puerto Rico a descargar ayudas y, desde allí, ustedes buscarán la manera de llegar hasta Santo Domingo”.

Ese 31 de diciembre nos mataba la impaciencia por el retorno. Con la memoria saturada de imágenes macabras y sobrecogedoras aguardábamos en la embajada el momento de salir hacia el aeropuerto a esperar el avión.

Pero este nunca llegó.

Un inesperado giro en el aire al salir de San Juan, Puerto Rico, en ruta a Managua, lo hizo desplomar en el océano con un insigne pasajero a bordo, la estrella del béisbol de grandes ligas, Roberto Clemente, y su enorme carga de ayudas bondadosas para los damnificados de un país que no era el suyo.

Lo evoco hoy como un capítulo triste en el epilogo de una de mis más atrevidas y arriesgadas aventuras periodísticas en el extranjero.

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