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¡Por Dios, hasta cuándo!

La paz ciudadana está bajo secuestro en nuestro país. Ha quedado en poder de unos malvados que, con capuchas o sin ellas, tienden cada día alfombras de sangre y estelas de terror en nuestras calles y hogares, asfixiándonos en una burbuja de miedo que cada día se va haciendo más grande.

No existe seguridad ciudadana. Nadie tiene la cabeza segura, ni aun dentro de su hogar o centro de trabajo. Mucho menos en las vías públicas o en cualquier lugar de recreación.

Los criminales, los drogadictos sedientos de dinero para alimentar su vicio, los que arrancan celulares, carteras, prendas; los motorizados que sorprenden a cualquiera y hasta matan si no consiguen su botín, los bandidos de muchas fichas, reincidentes no más salir de las rejas, todos esos especímenes del horror son los que se han enseñoreado sobre la base de atemorizar al ciudadano.

La vida humana no vale nada. Y no porque los delincuentes se han ocupado de devaluarla, sino porque aquí es una costumbre dirimir desacuerdos, conflictos o quejas a tiro limpio, a puñaladas o a palizas. Y la prueba más fehaciente la dan las estadísticas sobre los feminicidios, o los incontables casos en que, por una simple banalidad, un hijo mata a su padre, a su madre o a un hermano, y viceversa.

Ayer entró a la lista de los infortunios una joven dependiente de una joyería en la calle El Conde, madre de tres hijos, asesinada a puñaladas por un asaltante que cargó con dinero de la caja fuerte. El dueño de la tienda, que era su cuñado, ha descrito, en unas sencillas palabras, el drama de la inseguridad ciudadana: “Uno sale y es mirando para todas partes, porque no sabe si lo van a matar”.

Así como él, piensa la mayoría de los dominicanos. Los ciudadanos sienten que no hay autoridad, ni mucho menos justicia, y que el irrespeto campea en todos los ambientes de la sociedad, aposentado sobre una montaña de valores morales y éticos derruidos, difíciles de rescatar y restaurar y difíciles de usar como muros para detener la avalancha delincuencial que cada día cobra vidas, provoca lesiones físicas y psicológicas y nos condena al terror de vivir “mirando para todas partes”.

Pobre realidad, pobre destino el de un pueblo acorralado por el miedo, la inseguridad y la falta de justicia.

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