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ENFOQUE

La lucha contra la corrupción estructural

La transformación de mercados y sectores estratégicos es imprescindible para mejorar la competitividad de las fuerzas productivas.

Meta. Debemos proponernos que las personas y las empresas puedan realizar sus metas con libertad, a partir de su propia iniciativa y trabajo, sin necesidad de contar o contando lo menos posible con las palancas del favor político, generando empleos estables.

Meta. Debemos proponernos que las personas y las empresas puedan realizar sus metas con libertad, a partir de su propia iniciativa y trabajo, sin necesidad de contar o contando lo menos posible con las palancas del favor político, generando empleos estables.

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Pelegrín CastilloSanto Domingo

Existe una estrecha relación entre las concentraciones económicas y la corrupción. Aunque no resulte tan evidente, la realidad es que los monopolios y oligopolios que sobrecargan a la sociedad con los onerosos costos de su ineficiencia, se crean y mantienen, o con corrupción o con violencia, o con ambas cosas.

En República Dominicana, como en muchas otras partes, esas concentraciones, que a veces son naturales por el tamaño de los mercados, han crecido y se han consolidado por lo común con la captura de los reguladores deshonestos o débiles, algo que ha deformado profundamente el desarrollo capitalista, con marcados sesgos mercantilistas.

En ese contexto, por fuerza de los hechos, “la política” o para decirlo con propiedad, lo que aquí se entiende por política, ha sido vista como la vía alterna para la promoción y el ascenso económico y social.

Cuando las vías legales y legítimas están cerradas o son muy restrictivas, ahí aparece la “política” mercantilista, que facilita “coger los mangos bajitos” para el enriquecimiento rápido y fácil, al tiempo que los partidos se convierten en “agencias de empleos” y de beneficencia, para garantizar una supervivencia, aún sea en condiciones de precariedad. Es por eso que en cada elección se pone en juego el estatus de vida de millones de personas.

Por tanto, profundizar las reformas económicas resulta esencial para superar los esquemas imperantes de “capitalismo salvaje” y los agudos problemas de corrupción estructural que generan. Es impostergable redefinir las relaciones entre empresas y Estado, para que las mismas sean simbióticas y orientadas a la producción y la creación de empleos, y no parasitarias y rentistas en detrimento de los intereses públicos.

Debemos proponernos que las personas y las empresas puedan realizar sus metas con libertad, a partir de su propia iniciativa y trabajo, sin necesidad de contar o contando lo menos posible con las palancas del favor político, generando empleos estables y dignos, vinculados a la producción de bienes y servicios de calidad exportable.

Es necesario enfatizar que el papel del Gobierno es crear las condiciones generales para que los sectores de la empresa privada generen muchos empleos estables, bien remunerados. No es cierto que millones quieren vivir del favor de los políticos o de un partido: la gran mayoría acepta esas relaciones denigrantes porque no tiene otras opciones de vida mejores. Eso explica por qué la mayoría de los dominicanos está dispuesta a emigrar a otros países con la esperanza de progresar en las condiciones de su existencia y la de sus familias.

Concretamente, la transformación de mercados y sectores estratégicos y su mejor regulación, comenzando por el sector eléctrico, es imprescindible para mejorar la competitividad de las fuerzas productivas y brindar mejores oportunidades a todos los actores económicos y sociales, así como a los ciudadanos en general.

Lo mismo puede decirse de la necesaria reforma fiscal integral y de las relaciones de la administración pública con los administrados, en especial, con las empresas MIPYMES, que necesitan ser tratadas con mayor justicia, equidad y racionalidad. Por igual, urge ampliar la base propietaria con agresivos programas de titulación de activos y democratizar el acceso a créditos y mercados de capitales, proceso indispensable para superar la economía dominada por unos pocos grandes grupos poderosos. No obstante, ningún cambio es más relevante que una política activa de empleos, en la que se respete el derecho de los dominicanos a trabajar y vivir en su país.

Es necesario recordar que la Constitución del 2010 consagró el Estado Social y Democrático de Derecho, y que para acercarnos a él resulta indispensable ejecutar una verdadera revolución productiva, cuyos fundamentos fueron consignados en esa misma Constitución.

Es triste decirlo: el Estado dominicano ha propiciado la brutal desnacionalización de los mercados laborales en perjuicio de los derechos constitucionales de sus ciudadanos; ha permitido que se deprima su salario real y se deterioren sus condiciones laborales. Todo eso en flagrante y sistemática violación de la Constitución y las leyes.

Si la economía dominicana generara suficientes empleos de calidad por parte de las empresas privadas nacionales y extranjeras, y el salario real aumentara progresivamente, y contáramos con más empresarios auténticos que gente queriendo hacerse ricas por cualquier medio, las cosas serían muy diferentes, y las esferas de acción de la política y los negocios se potenciarían recíprocamente en términos muy positivos.

Pero desafortunadamente no es eso lo que ocurre: siendo un país con crecimiento económico notable y sostenido, con condiciones excepcionales para convertirse en una potencia regional, acusa índices pésimos en la distribución de los frutos de ese crecimiento.

En esas condiciones, ¿pueden las autoridades exigirles a los dominicanos comportamientos honestos, respetuosos de las leyes, apartados de los vicios? ¿Podrá mantenerse ese esquema perverso, solo con la manipulación de los programas de asistencialismo y las nominillas improductivas, financiados con una carrera de endeudamiento insostenible y turbia? ¿Hasta cuándo seguirá el estímulo a la emigración legal e ilegal, que nos sustrae un valioso capital humano, para descomprimir las tensiones sociales, y compensar luego con el envío de remesas?

Otra reforma crítica es la institucional dirigida a desmontar estructuras de corrupción en el sector público. En la interacción del Estado y la economía es común que surjan prácticas irracionales, irregulares o ilícitas que facilitan latrocinios, malversación o dilapidación de recursos públicos. También, mediante el pago de sobornos, dichas prácticas implican la violación de los controles en áreas sensibles de la seguridad jurídica, pública o nacional para la obtención de beneficios indebidos.

Pasa con las compras públicas de bienes y servicios, la gestión de los empréstitos locales y extranjeros, el pago de las deudas, la construcción de obras y la disposición de los activos o bienes públicos, las barreras absurdas o extorsivas a la inversión nacional y extranjera.

Pasa también en los sistemas de control en fronteras, puertos y aeropuertos, en cárceles, cementerios y mercados municipales, en oficinas recaudadoras o fiscalizadoras. Pasa, en general, en todas los centros de decisión y administración donde se realizan lo que los expertos llaman “flujos de transacción”. Sin embargo, muchas veces los casos de corrupción estructural revisten “una respetable forma jurídica” plasmada en leyes, resoluciones, decretos, reglamentos, sentencias, contratos y actos administrativos, emanados de los poderes públicos y la administración del Estado y las municipalidades.

En cada uno de esos espacios, urge actuar y alcanzar resultados positivos en términos de reducción de la corrupción y la impunidad. Nadie se llame a engaños: los costos del desorden y la corrupción son muy altos y los pagan de muchas maneras la mayoría de la población: más impuestos y tasas, servicios públicos malos y costosos, privaciones e inseguridad, violencia y exclusión.

Todas esas metas de reformas son esenciales para mantener la paz social y la estabilidad institucional en la República. Sobre todo, para demostrar que es posible una política responsable, servida con integridad, racionalidad, eficacia, en la que no existan espacios para políticos domesticados o con ínfulas oligárquicas, ni tampoco para funcionarios arrodillados o en venta ante los potentados.

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