DOS MINUTOS
Encuentro personal
Dos casos similares, con finales idénticos. El primero, el mal incurable de un ser muy querido, y el segundo el de dos hombres que viven momentos de desaliento.
““¿Cómo estás Alfonso?”, pregunté por teléfono hace unos años.
-“¡Muy bien, magníficamente bien!”
- “¿Cómo?” pregunté un poco extrañado.
- “¡Así mismo! - Me confirmó mi hermano con entusiasmo,
- “¡Ya no tengo problemas” - Y luego, como explicándome, añadió:
- “El Señor me habló anoche...”
- “ ¡Voy para allá!”, - dije, y cerré el teléfono.
Por el camino iba preguntándome cómo era posible que mi querido hermano Alfonso se sintiera tan contento. Él tenía una enfermedad terrible e incurable, que finalmente lo había confinado a una silla de ruedas por el resto de su vida, y se había estado sintiendo muy débil, desanimado y triste.
Cuando llegué me dirigió desde su silla de ruedas una amplia sonrisa. - “¿Qué fue lo que te pasó anoche?” - le pregunté a quemarropa sin esperar siquiera saludarlo.
- “Mira Luis”, me contestó, “yo no podía dormir, así que me puse a hablar con el Señor. Y en mi interior, escuché claramente esta frase:
“No te mortifiques por cosas sin importancia. Lo que importa es que tú y yo somos amigos, y que yo estoy contigo... Lo demás, no tiene importancia”.
- “Desde ese momento, ya no tengo problemas”, terminó diciéndome Alfonso, “me siento magníficamente bien así como estoy”. (Tres días después él “supo” que podía levantarse y caminar, y lo hizo).
El evangelio de la misa de hoy (Lucas 24,13-25) nos narra una historia parecida. Dos hombres van caminando totalmente desalentados. Habían creído en un hombre. Habían puesto toda su esperanza en él. Y ahora habían crucificado a su maestro y líder.
La crucifixión los conturbó. Aquel fin repentino, humillante, sin gloria ni resistencia, contrastaba demasiado con lo que ellos esperaban.
Un tercer hombre se añade al grupo y empieza a preguntar, y a explicar. Ellos, cegados por el desaliento, no lo reconocen hasta mucho después, cuando el mismo Señor les ofrece pan. Entonces “se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.
Aquella experiencia, aquel encuentro, produce en ellos un efecto maravilloso: su desaliento se transforma en entusiasmo y su tristeza en alegría. ¡Lo mismo que le produjo a mi hermano!
He contado, en menos de dos minutos, dos casos similares, con finales idénticos. El primer caso, la enfermedad incurable de un ser muy querido, y el segundo, el de dos hombres que están viviendo momentos de desaliento y confusión.
En ambos casos se realiza un encuentro personal con el Señor, vivo y resucitado.
Las personas que nunca hayan vivenciado un encuentro personal con el Señor resucitado están viviendo una religión heredada, o una costumbre social, y quizás tengan mucho mérito en ir a misa y frecuentar los sacramentos sin tener esta convicción personal, esta ilusión de corazón para encontrarse con su amigo.
La pregunta de hoy ¿Cómo abrirme a este encuentro?
El Señor es impredecible. Esté deseoso y atento. La forma que Él escogerá para hacerse perceptible por usted, nadie puede saberla de antemano. Pero si usted está deseoso y atento, Él lo hará en algún momento, en el momento que Él escoja.
Y este encuentro es algo personal, tanto así que a veces no puede uno ni explicarlo. Sólo sabe que sucedió.
Si usted quiere, esta semana,
cada día, asuma esta actitud:
Hoy estaré atento
Para así, en algún momento, recibir el don de experimentar