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DOS MINUTOS

El único verdadero rey

Jesús es un rey lleno de amor, que nos da un lugar perfecto lleno de paz y alegría, un paraíso regalado a los pequeños que ponen su fe en Él.

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Luis García DubusSanto Domingo

El hombre más importante del país en materia de la ciencia económica cumplía 80 años y un amigo me invitó a la cena que le ofreció. Por casualidad estaba a mi lado en una conversación de sobremesa y aproveché para preguntarle: “Don J., ¿qué ha aprendido usted en 80 años de una vida tan fructífera y exitosa como la suya? “Que no se puede confiar en nadie”, me contestó sin pensar un solo segundo.

Quedé tan sorprendido con esta pobre respuesta salida de la boca de quien siempre había creído era un sabio, que preferí guardar silencio y dar por terminada la conversación.

¡Qué fracaso! ¿Usted sabe lo que es haber vivido una vida llena de “éxitos”, honores y admiración, sacar esta conclusión tan negativa? Esto es igual que decir que todo era falso. ¡Pobre hombre! El aprecio que siempre había recibido de todos había sido dirigido a su cargo, no a él. En otras palabras, todos los honores hechos a su falso yo tenían algún interés, pero él, él mismo, su persona, su verdadero yo, quizás no había sido apreciado por nadie.

Y ahora, cuando eso era lo que quedaba, él descubre la triste realidad de que “no se puede confiar en nadie”, de que él había vivido toda su vida basada en su falso yo.

El Señor Jesús decepcionó a muchos cuando vivió su pasión voluntariamente aceptada, como se recuerda en cada misa.

Ahora estaba Él cruelmente clavado en una cruz de madera, con un malhechor desconocido a su izquierda y otro a su derecha. ¡Increíble! Y más increíble aún fue que mientras se burlaban de Él, uno viró la cabeza y miró para otro lado, y el otro lo miró y creyó en Él.

Dicen que era tan buen ladrón que se robó el paraíso.

“Acuérdate de mí, cuando estés en tu reino”, le dijo.

“Hoy mismo –le respondió Jesús– estarás conmigo en el paraíso”.

Paraíso es un término simbólico que significa textualmente “jardín, lugar de delicia”.

De ese “lugar de delicia” fueron expulsados Adán y Eva, por una estúpida y soberbia desobediencia, y ahora volvería a entrar en él este malhechor ese mismo día, solo por un acto de fe.

Así es como Jesús demuestra que es Rey.

Este es nuestro Rey. Un Rey lleno de amor, que nos da un lugar perfecto lleno de paz y alegría, un paraíso regalado a los pequeños que ponen su fe en Él.

Nos dice San Juan Crisóstomo: “Ese ladrón ha robado el paraíso, ni Abrahán, ni Isaac, ni Jacob, ni Moisés, ni los profetas, ni los apóstoles: el ladrón entró antes que ellos. Pero también su fe superó la de ellos. Él vio a Jesús atormentado y lo adoró como si estuviera en su gloria. Lo vio clavado a una cruz y le suplicó como si hubiera estado en un trono. Lo vio condenado y le pidió una gracia como a un rey. ¡Oh, admirable malhechor! ¡Viste a un hombre crucificado y lo proclamaste Dios!”.

Aquí no hay decepción. Aquí vemos un final que expresa: “Puede creer en mí, porque así, al final no dirá: ‘Todo era falso’, sino muy por el contrario: ‘¡Todo era cierto!”.

Si un hombre muere a su falso yo, viene la muerte a buscarlo y no encuentra a nadie.

El verdadero yo, la persona hecha por Dios con amor infinito de Padre (y no el “personaje” aparente) no muere nunca.

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