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El dedo en el gatillo

Los pescadores de Bacuranao

El sobrenombre que sirve de título a esta crónca se inició gracias a una chanza.

Los choferes de mi juventud que cubrían la ruta 62 (Habana-Guanabo) así nos llamaban al abrir sus puertas en la parada de omnibus de la entonces olvidada playa habanera.

-Qué dicen pescadores de Bacuranao, ¿qué se llevan hoy del mar? -preguntaban, siempre con doble sentido.

Como éramos pescadores de orilla, uestros rostros, la mayoría de las veces, semejaban un poema. Otras, cuando la pesca era suficiente, les entregábamos envueltas en fundas de nylon algunas capturas.

En total, éramos seis o siete “famosos” pescadores que perdíamos el tiempo, ya bien en un muelle de madera o en los arrecifes colindantes llenos de deseos de arrancarle al mar algunos “frutos” comestibles.

Pero los peces nos olían. Sabían de memoria que aquellos anzuelos envueltos con lombrices o pequeñas cabezas desechables de otros de su tipo, simulaban un selpucro inesperado.

Mi entusiasmo por la pesca de orilla me empujaba casi todas las tardes a reunirme con mi madre y mis amigos y juntos salir al entrecruce de las calles Norma y Calzada de Luyanó, en busca de un trasporte para quedar a merced del anochecer costero.

Algunas veces, mi abuela dejaba su orgullo debajo de la cama y alquilaba un vehículo para la aventura. Bajo el arca del río Bacuranao, sentada como reina (sombrero alón en ristre) con una caña en mano, esperaba ajustarle cuentas a pequeñas mojarras, pataos, y otras especies que una vez fuera del agua, guardaba en su morral como trofeo de guerra, aunque después iban a parar a un estómago gatuno. Una vez capturó una anguila, y al verla, la devolvió al agua y escapó del puente dando gritos.

Yo aprovechaba aquellos viajes de mi abuela para llevar en el maletero del auto mis trampas para cazar cangregos. Amarraba dentro de ellas cabezas de peces. Y, atadas por una soga a aquellos jamos, las lanzaba al río. Los crustáceos entrampados daban cuenta, al siguiente día, del fogón de mi progenitora, dentro de una cubeta de agua hervida.

Sin embargo, la mayoría de mis aventuras ocurrían de otra forma. Nos reuníamos alrededor del muelle de madera para soñar con la captura de un gran pez. Una vez atrapé un carite asustado, y otra saque del agua un pargo que mordió el mismo anzuelo y tuve que desechar los nylons porque fue imposible retrotraerlos a su posición original.

Cuando alguien sacaba un pez del agua, éramos felices porque era como si todos comiéramos la cena.

Cuando no, salíamos narrando historias increíbles porque nuestro consuelo no era solo pescar, sino mirar el fondo de nosotros mismos, olvidando por un rato la tragedia que nos vendría encima.

A mi madre, sentada en la costa, la golpeé en la sien con una plomada al intentar lanzar el avío al mar. Perdió el conocimiento y en ese momento la “fiesta” vivió un nuevo derrotero. Otro día un anzuelo traspasó com aguja punzante el dedo índice de mi mano derecha y no dejé de clamar ante el dolor hasta que un experto cortó en dos partes el artefacto y lo sacó, del interior de la uña, dejando a la vista un orificio al aire libre.

Solo pernocté una madrugada al pie de la arena de la famosa playa de mi juventud. Ese anochecer lancé al mar varios anzuelos envueltos con espléndidas carnadas. Ningúno dio señales de vida ajena. Al amanecer, decepcionado y soñoliento, retiré los nylons del mar y ante mi asombro, descrubrí que los cangrejos dieron cuenta de la carnada.

En 2015 volví a La Habana. Llevé conmigo una pequeña parte de las cenizas de mi madre para rociarlas sobre el arrecife donde la golpee, en la playa de Bacuranao.

Le comenté mis deseos a un familiar que aún sobrevivía y él me alertó. Debía cambiar la sede. No me dijo las causas. Ni yo pregunté. El Bacuranao de mi juventud ya era caldo pasado por agua.

Y en su defecto, ese familiar me remitió a otra playa cercana a dónde concurría junto a mi madre para lanzar al mar chinchorros y atarrayas. Así lo hice, y no me arrepiento.

Hace unos días me asaltó el recuerdo de Bacuranao. Pensé en mis amigos de mi primera juventud y busqué en la red noticias de ellos o del lugar. Y al ver su presente, entiendo la razón por la que mi familiar me sugirió no asistir.

Bacuranao hoy es una zona exclusiva de turistas extranjeros que solo acepta dólares, y cuya entrada es fotos. Y a pesar de los pesares todavía descubro el arrecife donde golpeé a mi progenitora; el sitio donde me asaltó la crisis de dolor por mi dedo ultrajado y el fastuoso muelle donde una vez entrampé a un carite. Lo que no pude concretar fue el pedazo de arena donde dormité aquella madrugada en que los cangrejos dieron cuenta de una carnada exquisita. 

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