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Franklin Almeyda: Heredero de Bosch y Hostos

Comparecí a los funerales del doctor Franklin Almeyda Rancier con sentimientos encontrados. Su súbita muerte me causó consternación, pero no desconsuelo.

Sabía que bajo el enorme domo del Alma Mater de la Universidad Autónoma de Santo Domingo no yacía el cuerpo sin vida de un político común, sino el arquetipo de un hombre público honesto y coherente.

Tras sesenta años de “causas y azares” de una militancia existencialista en los principales acontecimientos que se desencadenaron en el país con la decapitación de la larga noche de los Trujillo, el antiguo rector se mantenía incólume en el féretro cubierto por la bandera tricolor.

Mientras académicos y personalidades desfilaban ataviados con sus togas pronunciando discursos laudatorios, no lograba concentrarme en sus alocuciones y reconocimientos a su vida plena.

Más bien me distraía el pensamiento ese poema de Héctor Incháustegui Cabral: “Y en la amplia bandeja del recuerdo…un paisaje movedizo visto desde un auto veloz/empalizadas bajas y altos matorrales/las casas agobiadas por el peso de los años y la miseria/la triste sonrisa de las flores/que salpican de vivos carmesíes/las diminutas sendas/Una mujer que va arrastrando su fecundidad tremenda/un hombre que exprime su paciente inutilidad...”.

El ocupante del asiento contiguo interrumpió mi soliloquio para referirme la imagen del filósofo ateniense Diógenes con su linterna de aceite encendida a plena luz del día buscando un hombre honesto en la plaza pública.

Heredero de

Bosch y Hostos

Asentí y susurré a su oído que hace casi una década escribí que Franklin Almeyda era el más genuino de los herederos del moralismo hostosiano de Juan Bosch.

Como referente ético de la política, su recia personalidad intelectual se templó en una dilatada vida pública que se caracterizó por la coherencia ideológica y la frugalidad de vida.

Suya es la expresión que reza: “después de 30 años vivo en esta misma casa y tengo la misma mujer”, como fiel testimonio por el desapego del oropel y el lujo que hicieron zozobrar a otros.

Como el filósofo ateniense, Almeyda profesó una idea de la felicidad fundada en las cosas sencillas.

Un Hugonote

intemporal

Cuando solía pasar por la cálida morada en que vivía con su compañera de vida, Josefina Pérez Gaviño, a saludarle y a entablar charlas vespertinas, le encontraba frente a una enorme pantalla de una Mac con grandes refractores y un montón de libros y documentos como un alquimista de la sicología y la sociología de las masas.

De ese laboratorio salieron obras esenciales para comprender el desarrollo de la sociedad dominicana de los últimos cincuenta años. Su idea fundamental giraba en torno a la cohabitación del liderazgo político para sostener la democracia.

Luego vino su novela histórica “Marrón tierra y negra noche”, en la que se oculta tras un personaje omnisciente, un Hugonote intemporal (Francois Dominique de La Mancha), que nace viejo y se va rejuveneciendo tecnológicamente con una memoria prodigiosa para contar la historia de dos pueblos.

Y poco tiempo después sus venas antropológicas dieron a la luz pública un texto sobre la neurología en la educación inicial, planteando así un tema de futuro con fuerza por vez primera en el país.

En sus últimos días avanzaba una obra sobre la ruptura de Bosch y Peña Gómez, en la que hacía rigurosas investigaciones sobre el impacto de la política norteamericana en el país, la muerte de Salvador Allende y los primeros pasos de la revolución cubana en América Latina.

De ese último trabajo suyo ofrecía detalles fascinantes, por lo que la obra debería ser publicada póstumamente.

Las cenizas

de Almeyda

Su familia cumplió su deseo final de cremar su cadáver y llevar sus cenizas al Caribe, que es el centro del corazón de los antillanos.

Creo entender la razón de estar en el mar Caribe, conozco la armoniosa sensación que se siente al contemplar el azul infinito de sus aguas tranquilas.

Pero, la falta de un lugar donde ir a reflexionar sobre su vida y obra crea un vacío sobre ese arquetipo de hombres públicos honestos que necesita la sociedad dominicana.

Por esa razón, acudí al malecón de Santo Domingo a contemplar el atardecer del Caribe infinito, y sólo pude pensar: “He venido a verte maestro”.