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Ernest Hemingway cronista del trópico

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Henry Mejía OviedoSanto Domingo

En tiempos en que las agencias de turismo del mundo no cesan de pregonar las bondades de sus destinos, apelando al photoshop para maquillar playas erosionadas y sucias, con cocoteros mustios y un mar ya sin peces, recordamos con creciente nostalgia la época, hoy remota, en que las playas eran de verdad, la vegetación costera exuberante y los peces podían verse a simple vista desde la orilla.

Lo mismo ocurre con las ciudades a las que se invita a visitar en tours que ocupan hasta el último minuto de los viajeros –rehenes, y en las que lo falso, lo impostado y lo culturalmente ruin se hace pasar por lo local y lo folclórico. También aquí hay espacio obligado para la nostalgia, y viene en nuestra ayuda el recuerdo de verdaderos viajeros, como Ernest Hemingway, que no iban en manadas buscando lo ya sabido, sino en solitario, descubriendo la íntima naturaleza de los sitios visitados.

Hemingway es el arquetipo del viajero inteligente, capaz de captar y expresar en sus escritos, maravillosamente concisos y crudamente bellos, no solo lo que ve, sino lo que huele, lo que palpa, lo que intuye. Como buen periodista nunca intentó sustituir la verdad por su remedo inofensivo. No le importaba el fácil aplauso de la comodidad mediocre. En eso, menos mal, fue implacable.

Soldado, explorador, conductor de ambulancias, torero, boxeador, cazador en África, marinero y pescador de agujas en la corriente del Golfo, Hemingway fue también apostador en los juegos de la pelota vasca de La Habana, cazador de submarinos alemanes a bordo de su yate Pilar, reportero de guerra en España y Francia, apoyo logístico de la expedición de Cayo Confites, adonde llegó en una avioneta cuando Manolo Castro fue a inspeccionar la expedición, bebedor insaciable de ginebra Gordon, amante de las mujeres, los buenos libros y la música popular, novelista iluminado y Premio Nobel de Literatura.

No debe extrañarnos, en consecuencia, que nos legase descripciones entrañables de los sitios en los que vivió o a los que visitó.

A manera de ejemplo, este comentario del escritor cubano Enrique Cirules que recrea el ambiente de La Habana, a fines de los años treinta, de acuerdo a la descripción que aparece en Islas en el Golfo, la novela póstuma de Hemingway: (En la obra)…uno encuentra la hermosa casa que poseía sobre una de las colinas de San Francisco de Paula, con sus cuadro y libros… y están sus pasiones y su eficiente criado y el chino cocinero, y el rumor de la brisa entre los mangos y las palmas, y sus andares por la costa con sus amigos pescadores,… y los olores y sabores de la ciudad, “… el olor de la harina almacenada en sacos y del polvo de harina, el olor de las cajas de embalaje recién abiertas, el olor del café tostado, que era una sensación más fuerte que la de un trago por la mañana, y el delicioso olor a tabaco…” Qué pena que esta estirpe de viajeros de verdad esté cada vez más acorralada.

Tampoco el mundo es lo que era.

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