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EL ROEDOR

Lo siento, mamá

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ARISTÓFANES URBÁEZSanto Domingo

*“Hay estadías que acostumbran las manos, los ojos, todo el cuerpo”. --Mateo Morrisonó

Hay cosas que no se pueden describir con palabras porque son sentimiento puro y las palabras son signos, ropas, cascarón de la realidad. La experiencia se forma de estadías, ausencias, alegrías, tristezas, amor, pasión, expectativas, sueños, hechos, palabras, aguajes, perspectivas, en fin: infinidad de cosas que ni los escritores detallistas como Balzac, Kundera, García Márquez o Umberto Eco, podrían nunca describir. Es más: las palabras no alcanzan para transmitir la experiencia de una vida humana, porque habría que agregar lo que dice Leo Buscaglia, en cuanto a que toda persona es única, irrepetible y nadie puede copiar la “unicidad” ajena.

Por eso les pido excusas a los que no conocieron a su madre o se les ha muerto; a aquellos que son hijos de mujer, pero no de madre, porque sólo los echaron al mundo, pero jamás fueron objeto de crianza. Yo los compadezco. El comercio de esto que Federico Engels llamó “la compraventa universal de la sociedad de consumo”, nos ha fijado un día de las madres. El día de las madres en pleno cubre toda la existencia.

A veces, uno no les hace caso a las madres porque se quejan mucho por los achaques de la edad. Empera, la “Emperatriz de la divina gracia”, como recita ella misma en un poema, lo primero que le dice a uno cuando lo vía es que esos mareos la están matando (tiene el famoso “vértigo de Miniel”, y ojalá que ésa sea la ortografía, aunque aquí, don Jottin, eso no vale para nada); después viene el cafecito y los chistes, porque Empera ríe y goza a sus 90 años como cuando usaba la fusta conque me desangraba a ‘cucharonazos’ o cuando me marcaba con un ‘sacabrasas’. Luego de la pelea, le recuerda a cualquiera que está vivo, gracias a ella lo “arrojó como a un mojón” de su vientre (así, como se oye). Pero, ¿quién no querría tener una mamá que te recite poemas de memoria a los 90 años y recuerde las cartas y poemas de su padre muerto en 1949, hace 57 años, como si fuera hoy. Que se recuerda de los nombres de todo el mundo y que, como si fuera el primer día te dice: “Cuídate mi hijo, no vayas por ahí, no visites a esa señora que quizás el marido es celoso y te puede hacer daño”.

Le temo a dos enfermedades y nada más: a la soriasis, que se llevó a mi padre a los 69 años y al Alzheimer, porque quiero vivir hasta el último día con la memoria de mi padre y de mi madre. Quiero ser como “Funes, el memorioso”, el personaje de Borges. No me concibo sin memoria, sin esta computadora cerebral que me hace recordar detalles que una generación completa de amigos de la infancia ya olvidaron y que cursos enteros de las universidades ni se percataron de que acontecieron. Esa memoria se la debo a ellos dos, pues me contaron media historia del mundo antes que me hiciera Bachiller.

Pero -sigamos- ¿quién no quisiera tener una madre a la que no te le podías enfermar para no ir a la escuela, porque su inteligencia descubría la farsa y llegabas a la escuela adolorido de la pela, pero aunque sea con un pan en el estómago; quién no quisiera una madre que nunca te exigió menos que ser profesional; una madre que te defendía de los más grandes que abusaban de ti; que sus polluelos, como mamá gallina, eran los mejores, pero que no aceptaba deslices. No podías “encontrarte” objetos, ni huevos ni pollos, ni juguetes en la calle, porque ella te los hacía devolver; una madre que nunca dejó de decirte que cuidado con lo que ibas a hacer cuando salías y que jamás cometió la irresponsabilidad de dejar la puerta abierta, sino que se levantaba, sin importar la hora, a quitar la aldaba de la puerta. ¿Quién no quisiera una madre que jamás aceptó, ni a los machos ni a las hembras, besuqueos en el sofá, ni permitió que novios y novias penetraran los aposentos, que eran sagrados? ¿Quién no puede querer a una madre que compraba una Coca-Cola y jamás se la bebió sola, sino que cogía cuatro tacitas y a todos, aunque bajo protesta, les echaba un chin? ¿Quién puede rechazar a una madre que jamás se apartaba de la cama cuando estabas enfermo y que hacía más señas que el maestro Carlos Piantini en concierto para que nadie divulgara los secretos de la familia; y que arremetía contra un hermano cuando habla mal del otro en su ausencia?

Una madre que escuchaba junto a los polluelos a Julio César Matías en “Kazán el cazador” y demás radionovelas; que no era vagabunda y acudía a todos los velorios, y no aceptaba en su presencia cuentos subidos de tonos, ni murmuraciones hacia otras personas a quienes defendía, al parecer sin saber que el pecado era cierto, como si fuera a ella misma. “No, eso es mentira de Fulana o de Zutano; ese hombre o esa mujer no hacen eso”, le oías decir centenares de veces. ¿Quién no quiere a una madre que hijos, nietos y bisnietos le digan “Mamá”, y jamás otro nombre. Jamás le han dicho “Mami”. Una madre que jamás usó lujos, ni vestidos chillones, ni era fiestera, ni bebía ron (sino un solo vaso de cerveza); y que los que le daban unos, lo guardaba para tapar la vergüenza de otros. Una mamá que sin importar la edad te dice de repente: “Te tengo algo”. Y es una camisa o un pantalón que trajo Mengano de Nueva York. Una madre que nunca le negó un vaso de agua a un extraño ni un poco de comida a quien la necesitara. O que diga toda la vida, cuando da algo: “¡Ay, la pobre, es una infeliz!”. Una madre que te recita la “Canción de otoño en primavera”, de Rubén Darío: “Juventud, divino tesoro //te vas para no volver //cuando quiero llorar // no lloro, // y a veces lloro sin querer”. Y otras más de Espronceda, de Bécquer, de Apolinar Perdomo, etcétera. Una madre que es todo entrega, desvelo, amor, sacrificio, y que no quiere morirse por ella, sino “para no dejar a sus hijos, nietos y bisnietos, solos en este mundo”.

¡No hay una más hermosa! Nadie, en este mundo, ha tenido la suerte de tener por madre a Emperatriz Matos González y Cortés. Hay que recordarla a diario, aunque vaya para siete años de muerta.

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