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El azar y la medicina

En el periódico español El País se publicó recientemente una información impactante, que dice que tradicionalmente se ha pensado, que las mutaciones que causan el cáncer provienen de dos fuentes principales: la herencia y el ambiente (humo de tabaco, radiación ultravioleta de la luz solar y muchas otras). Un macro estudio coordinado por genetistas de la Johns Hopkins confirma ahora que no es así: dos tercios de las mutaciones cancerosas provienen de errores al azar en el proceso de replicación del ADN. Sólo el tercio restante se debe a la herencia y al ambiente. Dice la noticia que este hecho tiene importantes consecuencias para la prevención y tratamiento precoz de cada tipo de cáncer. La información explica que el mismo consorcio que publica estos resultados en Science, coordinado por Cristian Tomasetti y Bert Vogelstein, de la Facultad de Medicina Pública Bloomberg de la Universidad Johns Hopkins en Baltimore (un nodo de la genómica internacional del cáncer) ya presentó hace dos años unas conclusiones similares. La revelación científica, difundida por el periodista Javier Sampedro, de Madrid, señala que aunque debemos evitar factores ambientales como fumar para reducir el riesgo de cáncer, y las campañas contra el tabaco o la “comida basura” alcanzaran un éxito del 100%, no lograrían evitar el 67% de los cánceres.

Hasta ahora pensábamos que el azar, ese fenómeno impredecible y aleatorio solamente gravitaba en la historia, en la vida social, en los fenómenos económicos, en los rumbos personales de nuestras vidas. Ahora vemos que el azar interviene en la salud, como interactúa en la historia, como factor concurrente, que en estos estudios de laboratorios, se constituye en causa de la enfermedad, no importa la diversidad de factores que predisponen la aparición de una dolencia o padecimiento. A merced del azar la salud es un misterio, esto explicaría los fenómenos de vida prolongada de personas que no se apegan a ninguna dieta ni principio de prevención, gente que beben, fuman y comen en demasía hasta los 90 o cien años, frente a seres que cuando cruzan la línea de los 50 años, tienen que someterse a privaciones y limitaciones prescritas, para reactivar su fuente de salud. La medicina tradicional lo explica en base a herencia genética, a predisposición, condicionamientos, malos hábitos y contaminación ambiental, entre otras causas. Ese diagnóstico es valedero pero no es absoluto. El genoma humano tiene 3.000 millones de bases (las letras del ADN) y, pese a que la fidelidad del sistema de replicación es muy alta (menor a un error en un millón) queda mucho margen para generar mutaciones aleatorias.

La ciencia sigue profundizando y removiendo viejos esquemas de aprendizaje, se trata de la búsqueda científica que explicaría el desigual destino de los humanos, no hay una línea de demarcación que pueda exponer en todo el reconocimiento médico, las causas definitivas de una enfermedad. No niego el avance trascendental de la ciencia médica con sus hallazgos científicos que han podido salvar millones de vidas. Lo que pretendo significar a la luz de estas informaciones, es que el azar es un componente imprevisto científicamente, que interviene arbitrariamente en el propio cuerpo humano. Negarlo ahora, es casi un crimen de lesa ignorancia. Ya veníamos hablando del azar como categoría histórica. Por diversas fuentes el “cisne negro” reaparece como hipótesis o como información científica. Estamos viviendo un nuevo siglo de cuestionamientos que conducen a una comprensión científica de los fenómenos sociales y humanos. Por ejemplo, el neuro fisiólogo mexicano, Ranulfo Romo, discutiendo el concepto de libre albedrío, piedra de toque de la creación divina, dice: “Desde el punto de vista científico, ¿existe la voluntad? ¿Soy yo quien elijo o mis decisiones provienen de una intrincada combinación de estímulos en los circuitos neuronales?”.

El llamado progreso experimentado por la humanidad es cuestionado en sus instancias de decisión humana, en la incapacidad de proveer a la especie un sentido diferente del acto existencial. Nuestra definición troncal es la que nos remite a una base orgánica animal. Por lo general sucumbimos a la gravitación de los instintos, al esquizoide y los planos alterados de conciencia, que no constituyen necesariamente una patología, son instancias de un desarrollo insuficiente del ser como expresión social, esa lucha sulfurada por el aniquilamiento del otro, que es en términos generales la historia humana desde el paleolítico hasta la pos-modernidad, y ahora la pos verdad. Lidiando con el azar, con esa constelación de “cisnes negros” que es el albur, el ser humano en una proporción preocupante que está expuesto a las mutaciones aleatorias, no importa la carga genética ni los mandatos de su voluntad, inficionada por los procesos químicos o de lo que Ranulfo Romo llama, “una intrincada combinación de estímulos en los circuitos neuronales”.

En ese interrumpido proceso de diferenciación de las especies, el ser humano, con todas las taras posibles, con la precariedad de su dubitación existencial, con su demencial discurso de apropiación de riquezas y dominios territoriales, invoca el amor, como un desacato a su propia naturaleza, en la búsqueda de una condición superior. Procurando ese espacio superior de la conciencia, marchamos hacia un salto evolutivo o hacia el despeñadero de la especie.

El gran escritor Alejo Carpentier, en su excelente novela: “El reino de este mundo”, pontificó: “...El hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas...”.

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