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Preservemos el debido proceso: Una lección desde Filipinas

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Ricardo Pérez fernández | ECONOMISTA Y POLITÓLOGOSanto Domingo

En Filipinas, las masas exigían “pan y circo” con furor. En su caso específico, esto significaba satisfacer el deseo que les sobrecogía de empoderar a un líder que diera respuestas implacables y firmes, al hartazgo colectivo provocado por tantos años de avance de la desigualdad, y del enraizamiento progresivo de la corrupción y del crimen organizado, especialmente, del narcotráfico.

Las elecciones se celebraron en mayo de 2016, y a través de ellas el pueblo materializó sus anhelos y aspiraciones: resultó electo Rodrigo Duterte, el alcalde de la ciudad de Davao, que por 22 años consecutivos hizo frente de manera violenta e inclemente a la corrupción y a consumidores y vendedores de drogas por igual. Este prometió que, de ser electo, aplicaría a nivel nacional la misma receta aplicada a nivel local por casi un cuarto de siglo, y que transformó su ciudad, de una de las más inseguras del país, a una de las más seguras de Asia.

Desde el inicio de su presidencia ha cumplido con sus promesas. El obsceno, procaz e inconsecuente Duterte, quien ha insultado a medio mundo, incluyendo al Papa, a pesar de gobernar un país mayoritariamente católico, y quien llegó a lamentarse públicamente de no haber podido participar de una violación en grupo a una misionera australiana, ha reportado a su pueblo sediento de castigos ejemplares a los delincuentes, más de tres mil muertos en su lucha por adecentar el país.

Pero, aparentemente, el “pan y circo” ha desbordado los límites deseados. Hace unas semanas el propio presidente, tras insultar y acusar de corruptos a los escuadrones policiales especializados en el combate de los delitos derivados del narcotráfico, ha ordenado una detención momentánea de su campaña de lucha, tras confirmarse que, aprovechando la ausencia del debido proceso, las fuerzas del orden han asesinado enemigos personales, secuestrado y extorsionado a empresarios y ciudadanos comunes, y en sentido general, abusado en múltiples sentidos de la población a la que se supone deben proteger.

Los filipinos que ayer eligieron a Duterte porque este prometía una solución drástica y ejemplarizante frente al flagelo del crimen, hoy se preocupan al entender que esta lucha, llevada a raudales y sin constricciones legales, podría victimizar a cualquiera mañana. Y eso es lo que tiende a suceder, cuando se festinan los procesos.

Una justificada sed de justicia Una parte significativa de la sociedad dominicana, se encuentra enfrascada en un clamor de potencial fuerza transformadora. El escándalo que ha desatado la admisión de la firma constructora Odebrecht, de haber pagado 92 millones de dólares por concepto de sobornos para agenciarse obras públicas del Estado dominicano, va perfilándose como la metafórica gota que derramó el vaso. La prontitud, la pasión, la intensidad y la vehemencia con que ha tomado forma el reclamo de que se haga justicia en este caso, sugieren que tal vez nos encontramos en un punto de inflexión nacional, y aparentemente regional, en lo relativo a los vínculos de la sociedad en su colectivo, para con sus instituciones y actores políticos. Empero, llama la atención, y diríamos que mueve a preocupación, el matiz que desde el inicio predomina en esta demanda popular: lo primordial aparenta ser, dicho coloquialmente, ‘que caigan varios, y que caigan rápido’.

Siendo objetivos, podríamos afirmar que se entiende el porqué de la pretendida celeridad en el anhelado castigo. Y es que, aparte de lo afirmado por el filósofo francés Jean de la Bruyere, de que “una cualidad de la Justicia es hacerla pronto y sin dilaciones; hacerla esperar es injusticia”, la justicia dominicana ha adolecido de selectividad, de forma y fondo, a lo largo de toda su historia, y se teme que por distintas razones, en esta ocasión se eluda arribar hasta el final del camino.

Sin embargo, dejarnos conducir por la vorágine de la “justicia express” que resuena en la plaza pública, sería en cierta forma, fijarnos en el árbol mientras ignoramos el bosque. Lo que nos ha llevado al punto donde nos encontramos, no es más que nuestra falta de institucionalidad; pero la institucionalidad se construye a partir de la consistencia en el apego a la legalidad, y es este accionar, cuando observado de manera continua, lo que genera la confianza pública en las instituciones. Con el caso Odebrecht, la justicia dominicana, y aquí incluimos al Ministerio Público, tiene una oportunidad de oro, no solo de sentar un precedente en esta casuística particular ---la relativa a los sobornos---, sino además de sembrar las simiente de un sistema que apunte hacia la profesionalización, la objetividad, y sobre todo, a la justeza, algo que no se lograría, si tal como sucedió en Filipinas en materia de lucha contra el crimen, las autoridades sucumbieran ante la vocinglería que empuja hacia una festinación del proceso.

Pero la justicia ha de ser justa Lo anterior no es subterfugio para que no se actúe, o para que la aplicación del debido proceso vaya abonando el terreno del olvido. No. Porque estamos conscientes, y creemos en lo expresado por Voltaire, en el sentido de que a los pueblos a quienes se les niega la justicia, la tomarán por sí mismos tarde o temprano. No obstante, vemos como más peligroso, sobre todo a mediano y a largo plazo, que por complacer la petición del momento, se incurra en una especie de populismo o demagogia judicial. Esta generaría aplausos en el presente ---siempre y cuando caigan aquellos que la calle quiere ver caer--- pero menos garantía de justicia en el futuro.

Odebrecht es un caso complejo, judicial y literalmente. Para determinar culpabilidades, más allá de lo supuesto, de lo lógico o de lo que se pueda colegir, se precisará de sofisticados peritajes locales e internacionales que tomarán tiempo, y que requerirán de mucha consistencia y organización de parte del Ministerio Público. Recuerde que aún cuando las fuentes originales de la investigación, Estados Unidos y Brasil, revelaran los nombres de los presuntos sobornados, será labor de las instituciones investigativas y judiciales dominicanas demostrar, sustentándolo en pruebas, la culpabilidad de los mismos.

Tal vez hoy, o en este caso en particular por su envergadura y por la indignación colectiva que ha provocado, al lector de estas líneas le embargue la impaciencia y la irritabilidad, y ante algo que se ve tan fácil, como sería ‘meter presos’ a los corruptos del caso Odebrecht, entienda que aquello de la presunción de inocencia y del debido proceso estaría sobrando. Pero la República Dominicana continuará existiendo despúes de Odebrecht, tal como la corrupción, y todas las demás infracciones civiles y penales tipificadas en nuestros códigos, y ante esta realidad indiscutible, lo responsable es asegurarnos de que nuestros pasos hoy, garanticen mayor robustez institucional mañana. No hemos de pensar en la construcción de una sociedad donde no se den infracciones a la ley, eso sería pretender desconocer la naturaleza humana, sino en una, donde estas infracciones se penalicen justamente.

Un sistema de justicia no solo es malo e ineficiente porque no actúe; también lo es cuando actúa apartado de la legalidad, y por eso es que, parafraseando a Willy Brandt, permitir una injusticia, es abrir el camino a todas las injusticias. Pretender obviar el debido proceso, en este o cualquier caso, sería un acto de injusticia, y lo que ello acarrearía sería mucho más costoso para la sociedad, que simplemente esperar -mientras se vigila con celosa cercanía- que se agoten todos los procesos y plazos.

Cuando el empresario filipino Ramón del Rosario, director del club de negocios Makati, advirtió, a propósito de las tendencias arbitrarias del candidato presidencial Rodrigo Duterte, de los peligros que representaban para la sociedad el apartarse del debido proceso y del imperio de la ley, aún cuando fuera para conjurar los crímenes más abyectos, le acusaron de obstruccionista, de oponerse a los deseos del pueblo, y no faltó quien sugiera hasta complicidad entre este y los sectores oscuros del crimen. Hoy en día, más rápido de lo que se pensó, su planteamiento ha quedado reivindicado.

Sé que no faltará quien interprete esta reflexión como contraria al clamor popular de que se haga justicia, y nada sería más falso. La posición de quien suscribe, simplemente, es la de alguien que entiende que la prioridad nunca lo será un caso en particular, sino el continuo fortalecimiento institucional. O dicho de otra manera: esta es la postura de alguien que no quiere que la resolución del caso Odebrecht constituya una excepción, sino la regla.

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