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EL CORRER DE LOS DÍAS

Viejos depósitos del pasado

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

El Rastro, en Madrid; Las Pulgas en Paris; Polvos Azules en Lima; Porta Portese; en Roma, son nombres que el pueblo ha dado a lugares donde el pasado se acumula sin una estratigrafía realmente arqueológica sino como parte de una acumulación fuera de lógica cultural precisa, algunos creados como mercados populares donde el público lo encuentra todo, en ocasiones formando parte de deshechos sin orden cultural alguno. Pero en estos sitios algunos vendedores son orientadores del coleccionismo, orientadores que saben lo que tienen entre mano, cual es el gusto del comprador y el precio que puede alcanzar cualquier objeto.

El curioso sale de su casa a encontrar algo que necesita y el idealista e imaginativo piensa en que algo de valor debe haber en los retales y generalmente lo encuentra sin saber qué fue lo que lo impulso en aquella búsqueda insólita,

En los lugares europeos la búsqueda de los curiosos se aferra en la posibilidad de hallar alguna obra de arte escondida tras los tiestos del pasado o en importantes monedas de la época griega o romana. Los expertos transitan con ojo de águila porque muchas veces uno de esos viejos ignorantes ha dejado entre el basural de algún barrio un objeto metálico que limpio de la herrumbre o el sucio de los años es un vaso o una lamparilla egipcia que un día formo parte de un altar de Isis o de la tumba familiar de antigua momia donde no llego a ser colocada.

Entre basura y objetos considerados sin uso actual, los residuos de los sitios de este tipo de mercado son en verdad un reto cultural. Algunas veces porque algunos objetos obligan a pensar en las épocas de su procedencia. Tener entre los dedos una lámpara que antes iluminó los que encontraron protección en las catacumbas es un poco trasladarse a los orígenes del cristianismo y ver a los primeros cristianos escribir y describir los momentos más difíciles de la nueva religión solo doscientos años luego que desapareciera su fundador. En Roma conocí Renaldo, un anciano recurrente que cada fin de semana indagaba sobre imitaciones de la alfarería etrusca, decía haber encontrado lamparillas de la época de los Tarquinos, Prisco y el soberbio. Cuando me pregunto mi nombre y le dije que me llamaba Marcio, se estableció entre nosotros una amistad que luego entendí.

En un momento en el que yo tomaba dos lamparillas, copias que poseo, me dijo “esas son falsas, yo busco objetos auténticos”; le conteste que no era coleccionista. Sonrió considerando estúpida mi respuesta. Un día nos volvimos a encontrar y me confesó haber encontrado piezas auténticas, fuimos a su cuarto una habitación del Trastevere, la misma estaba sorprendentemente llena de objetos de varias épocas, era una especie museo diminuto donde varias lamparillas de aceite brillaban con el esplendor del periodo etrusco, época de la fundación de Roma, es decir período de los cinco reyes.

Quiso venderme una. Si tienes mil dólares te llevas la que desees. Mi vago deseo de coleccionista no estaba de acuerdo con mi bolsillo. Observe la colección de lámparas entre las cuales debió brillar alguna en la época final de los sabinos de Anco Marcio, quinto rey de Roma, pero lo cierto es que mi ego no alcanzaba el precio de ese rango histórico. Entre los que amamos la cultura llegamos a creer que aquello que imaginamos podría ser cierto. Renaldo insistió, Llévatela, podrás con tu nombre penetrar en la primera Roma Imperial, la de los siete reyes que fueron la portada del Imperio. Me impulsaba hacia la magia de los objetos. Partí dudoso. Hasta escuché las trompetas romanas sonar y vi a Renaldo sonreír al momento en que nos despedimos. Roma, con sus noches amarillas te obnubila y te obliga a vivirla, aunque no lo hayas planeado; Roma es una orgia que nace en sus puentes y alamedas, y que es pasado y presente a la vez.

La noche de octubre arropaba los puentes sobre el Tíber. Las hojas caían como pañuelos amarillos alfombrando las calles, tome una, escribí sobre ella mi nombre romano, Cayo Marcio, y la deje correr sobre las aguas del Tíber mientras atravesaba uno de aquellos puentes maravillosos donde todavía Ovidio recuerda sus amores de juvenil poeta que un día probara para siempre el exilio. Roma es la única ciudad con murallas de amor, y donde el beso puede existir para siempre.

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