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La flor que le debo

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Yvelisse Prats Ramírez De PérezSanto Domingo

¿Premonición o casualidad? No lo sé. El pasado viernes, envié como costumbre mi artículo del sábado a El Listín. Concluí refiriéndome a una conversación que tuve hace 20 años con Fidel Castro.

En la madrugada del sábado, oí la noticia: en la noche del viernes 25, Fidel había muerto. Uno de los capítulos de la historia del siglo XX desafiante, casi increíble para quienes no lo vivieron, lo encarna él.

En el torbellino de información y comentarios desatados, los elogios superan a las condenas.

Estadistas conservadores a ultranza como Rajoy, envían mensajes, que van más allá del protocolo. Porque para admirar hazañas, y reconocer a sus protagonistas, basta evaluar la dimensión del hecho, cuánto aportó y ofrendó quien lo emprendió, aunque no comportamos sus métodos.

Pertenezco a una generación que le debe a Fidel Castro habernos devuelto la esperanza, la dignidad, la convicción de que se puede, si se quiere.

Al final de los años 50 del siglo XX, Fidel llegó en el Granma, en lo que parecía una misión imposible: derrocar al tirano Fulgencio Batista, tan parecido a Trujillo. Yo tenía 28 años, vividos en el desconocimiento de la libertad, sumergida en ese clima, mezcla de adulación y miedo de “la Era”.

La intervención militar norteamericana de 1916, duró 8 años, concluyó cuando a la potencia le dio la gana, y nos dejó el nefasto legado de Trujillo. Nos hizo aprender además en carne viva, en mi caso la de papá, preso por escribir artículos flamígeros contra los invasores, la fuerza tremenda de control y dominio de los Estados Unidos.

Al escuchar las noticias que llegaban de Fidel Castro y sus “barbudos”, sus avances que nos parecían milagrosos, se iban abriendo primero rendijas, ya luego ventanas, para divisar un horizonte deslumbrante.

Supimos de personas que se permitían pensar con su cabeza, rebelarse ante el poder injusto, que arriesgaban sus vidas bizarramente por una causa ¡y se recuperaron, después del Moncada, hasta la victoria siempre!

Debajo de la mesa o la cama, más tarde, sacándola fuera encendiéndola bajita la radio, se convirtió en maestra, nos encendió en las venas la vocación de ser como Fidel y sus compañeros, LIBRES.

El triunfo de Fidel, su entrada a La Habana fue una explosión gloriosa de alegría. Y al otro día, cuando retomamos nuestros trabajos habituales en mi caso las clases en el Instituto de Señoritas Salomé Ureña, llegamos con el paso más ligero, la cabeza más erguida, una ilusión prendida en el corazón: ¡Se puede, se puede!

Eso le debo a Fidel Castro: haberme enseñado a soñar, y mostrarme que los sueños se realizan. Como nunca fui comunista, aunque leo, uso y cito a Marx en mis análisis, no compartí que la Revolución Cubana se declarara comunista. Creía en esa época más que ahora en la democracia formal y aún no había asumido lo que ahora es mi ideología: el socialismo democrático, con su equilibrio entre libertades y derechos.

Después, no me importa bajo cual nomenclatura se cobijen, gocé los logros de Cuba: en salud, educación, investigación científica, arte, deportes, son incomparables; muchos que niegan esos éxitos, le deben sus estudios, su curación, su cultura, a la Revolución Cubana.

Cercados, embargados, aislados, amenazados, los cubanos no desmayaron. El diurno fogoso de Fidel, su compañía cercana, casi omnipresente en el hospital, la fábrica, la escuela, alzaba los ánimos. La heroicidad de la Sierra Maestra se transformó en la resistencia sobrehumana en la interminable jornada de trabajo.

La Revolución siguió adelante, con errores, por supuesto, Fidel Castro era humano, tan humano que siendo el vencedor de tantas batallas, la muerte finalmente, lo venció.

En el hermosísimo texto en el que Pepe Mujica lo despide, se confirma la estatura histórica de Fidel. Es y será un referente en cada lucha social que se emprenda, en todo puño que se eleva proclamando justicia.

Su nombre está asociado a tantas independencias que, ante su muerte se ha producido una singular “globalización” de países que detienen sus guerras para unirse en el común idioma de la condolencia agradecida.

Aquí, no sé quién podría escribir una elegía a Fidel. Los poetas nacionales, Pedro Mir y Manuel del Cabral han muerto. Yo solo puedo dar este modesto testimonio de lo que hizo por mí, por mi generación, por él floreció en nosotros la utopía del futuro.

Fue mi héroe. No fui su camarada. No tuve nunca en mis manos una hoz, ni un martillo. Hoy, traigo en ellas una rosa roja para Fidel, se la debo. La blanca, la de Martí era suya, compartió el aroma con su pueblo. Y con América.

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