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FE Y ACONTECER

“Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen…”

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Cardenal Nicolás De Jesús López RodríguezSanto Domingo

(Vigésimo Sexto Domingo del Tiempo Ordinario, 25 de septiembre 2016-Ciclo C)

a) Del libro del Amós 6, 1.4-7.

El profeta Amós era de oficio ganadero o granjero y gozó de buena situación económica que le permitió adquirir muy buena formación intelectual y aprender el arte literario, predicó bajo el reinado de Jeroboán II (782-753 a.C.) en una época de paz y prosperidad material, pero la sociedad estaba enferma de injusticia social, idolatría, y de una exagerada confianza en los recursos humanos.

Es un profeta recio, combina el lamento con la maldición. De hecho, la interjección “ay”, común en los duelos y funerales, puede tener también la connotación de maldición. Amós denuncia el lujo y las riquezas de quienes los tenían y hacían alarde de ellos. En el texto que estamos comentando se deduce que es un oráculo contra el lujo despreocupado.

El profeta fustiga el sibaritismo de los habitantes de Samaría, capital del reino del Norte, Israel (hacia el año 750 a.C.). Su amenaza es tajante: Se acabó la orgía de los disolutos. Irán al destierro bajo los asirios, encabezando la caravana de los cautivos. Sabemos que esto sucedió unos treinta años después. Una verdadera tragedia la que vivió el pueblo, cuyos magnates iban al frente de aquella caravana.

Hay que reconocer el valor de aquellos profetas y la verdad de sus denuncias y profecías cabalmente cumplidas. La denuncia de Amós puede relacionarse perfectamente con la vida de lujo y la desgraciada suerte final del rico Epulón de que habla Jesús.

b) De la Primera Carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 6, 11-16.

En esta primera carta a Timoteo, San Pablo proporciona normas y consejos para el recto caminar de la comunidad. En estos versículos exhorta a Timoteo a pelear “el noble combate de la fe” y por eso le encarga, como hombre de Dios, el buscar la justicia, la fe, el amor, la paciencia, la bondad, por eso insiste en el carácter material de la vida cristiana.

Para todo hombre o mujer de fe es indispensable el testimonio de una vida intachable, y Timoteo debe ser consecuente hasta el final a partir de la solemne profesión de fe emitida por él en el momento de su bautismo, y cuando aceptó el ministerio que ejercía. Aunque todos los creyentes deben ser hombres y mujeres de Dios por el testimonio de vida, el líder de la comunidad lo debe ser por doble razón, por ser él mismo un cristiano y por haber aceptado servir como pastor de la comunidad cuando, públicamente y frente a todos sus encomendados, recibió su misión y confesó su intención de servir. ¡Es necesario combatir bien para conseguir la vida eterna!

c) Del Evangelio de San Lucas 16, 19-31.

En este fragmento del evangelio de Lucas, Jesús en su camino hacia Jerusalén expone a sus discípulos una parábola a modo de tríptico: primero: situación en vida del rico Epulón y del pobre Lázaro (vv. 19-21). Segundo: Cambio de escena para ambos después de la muerte (vv.22-23) y tercero: diálogo de Epulón con Abrahán (vv.24-31).

El dispar destino final de Epulón y de Lázaro no se debe exclusivamente a su condición sociológica, sino a sus actitudes personales. El rico no se condena por el mero hecho de ser rico, sino porque no teme a Dios de quien prescinde y porque se niega a compartir lo suyo con el pobre que está a su puerta muriendo de hambre.

Tampoco el pobre se salva simplemente por ser pobre, sino porque está abierto a Dios y espera la salvación de “quien hace justicia a los oprimidos y da pan a los hambrientos, ama a los justos y sustenta al huérfano y a la viuda, trastornando el camino de los malvados” (Salmo 145).

La enseñanza, intención y finalidad de la parábola no es prometer una compensación a los pobres con un final feliz (esto sería opio para el pueblo), ni menos todavía invitar a los desheredados de la vida a una resignación esperanzada pero estoica, fatalista y alienante. Se trata más bien de afirmar la peligrosidad de la riqueza porque fácilmente crea resistencia a la ley de Dios y sordera a su palabra.

Existe el peligro de que se cierre el corazón del hombre a Dios y al prójimo, hasta el punto de que tales personas, según Jesús, “no harán caso ni aunque resucite un muerto” para hacerles ver su camino equivocado. Escuchar la palabra de Dios y convertirse a la ley de su Reino, abandonando la falsa seguridad de los bienes materiales, es la lección global de la parábola que estamos comentando.

Al leer o escuchar la parábola de hoy se presenta un peligro: creer que fue pronunciada solamente por los ricos, los que detentan el poder u otras categorías sociales poderosas. En realidad, la parábola tiene enseñanzas para todos en mayor o menor medida. Sin ir al tercer mundo todos encontramos algún Lázaro que es más pobre que nosotros: familias que sufren muchas calamidades, gente sin trabajo, enfermos sin auxilio, ancianos abandonados, alcohólicos y drogadictos que necesitan ayuda. Es cierto que no basta una limosna ni los esfuerzos aislados, y que la justicia y la caridad tienen una dimensión estructural.

No obstante, los peligros del dinero que Jesús destaca vigorosamente nos acosan a todos. Es triste tener que esperar a momentos críticos de accidentes o catástrofes nacionales o internacionales para suscitar la solidaridad humana. El Evangelio, hoy como ayer, es respuesta y luz para las situaciones presentes y los problemas diarios.

Los cristianos, a imitación de Jesús, no podemos ser espectadores neutrales de la pobreza y miseria ajenas, porque como dice el documento “Gaudium et Spes”, Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II: “los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (GE No.1).

Hay que denunciar valientemente esas desigualdades entre personas, clases y países. El creyente de hoy ha de tomar partido claro por la justicia social, como en su tiempo lo hicieron los profetas y el mayor de ellos Jesús de Nazaret y después los Santos Padres de los primeros siglos y lo continúa repitiendo el Magisterio de la Iglesia. Sencillamente porque somos administradores, más que propietarios, de unos bienes que tienen un destino universal.

Como dice el mismo Concilio Vaticano II, “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad”.

Fuentes: Luis Alonso Schˆkel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero: En las Fuentes de la Palabra

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