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Rubén Darío, cien años

A pesar de su amistad con Fabio Fiallo y la dedicatoria de un poema a nuestro país, no tuvimos a Rubén Darío entre nosotros. Pero tampoco a Neruda, ni a Lorca, ni a Vallejo; ellos que contribuyeron a enriquecer el idioma español y la poesía en general en otras lenguas, forman parte de esos poetas fundamentales que dieron su sabia lingüística y su esencia a una parte importante de nuestra poesía.

El autor de “Cantos de Vida y Esperanza”, recorrió muchos países del continente americano y de Europa. Interactuó con escritores de diversos niveles, se nutrió de todo el saber de la época y transformó con su prosa y su poesía todo lo que se había escrito antes.

No todos recibieron sus escritos con entusiasmo; su compatriota, el importante narrador Sergio Ramírez, en su ensayo “El Libertador”, nos dice:

Unamuno le vio “ceñida la cabeza de raras plumas”: “la pluma con que escribo”, le respondería él en una carta. Otros, según recuerda Gastón Baquero, lo llamaban “negro mulato” con ganas de rebajarlo; y en Luces de bohemia, la pieza de Valle-Inclán, Max Estrella, el personaje ciego, lo llama “negro”. Ninguno desacertaba. Era, en realidad, producto de esa rica mezcla racial: mulato, indígena, español mestizo, tal como se prueba en su genealogía; y seria desde esa periferia bastarda, falta de prestigios, que entraría a saco en las rigidices de una lengua exhausta proponiendo novedades que causaban admiración a veces, y otras desdén, o espanto.

Otro escritor esencial, el mexicano José Emilio Pacheco, en su ensayo “1899: Rubén Darío vuelve a España”, nos permite revisitar el recorrido de Rubén y sus diversos contactos, incluyendo a la joven generación española, entre quienes estaban: Ramón del Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez.

El gran poeta catalán Pere Gimferrer en su trabajo “Ante Rubén Darío”, acomete la tarea de darnos un Rubén Darío total, es decir, lo histórico de sus aportes y su trayectoria personal para poder aquilatar el proceso, del autor de “Los Raros”, para toda una lengua que renovó.

El brillante investigador peruano Julio Ortega comienza con una exposición que puede ser también un final:

Pasa el tiempo por la poesía de Rubén Darío y se estremecen sus hojas y jardines, pero no pasa esta poesía con el tiempo. Se alimenta ella, más bien, del transcurrir de los días y los años. Y cuando otro siglo anuncia su trance, estando ella hecha de tiempo, se vivifican sus voces, recomienza su música y despliega su temporalidad como si fuese la del lenguaje mismo.

La edición conmemorativa de la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua, en su intenso y extenso volumen “Rubén Darío, del símbolo a la realidad”, trae diversos acercamientos lúcidos al autor de “La Marcha Triunfal”, que cumple 100 años de fenecido.

Pero quizás un cierre adecuado para estas limitadas líneas de homenaje, puede ser lo dicho por uno de los escritores más trascendentes en cualquier lengua: Jorge Luis Borges, quien expresa:

“Todo lo renovó Darío: la materia, el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado y no cesará; quienes alguna vez lo combatimos, comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar el Libertador”.

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