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FE Y ACONTECER

“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa”

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Cardenal Nicolás De Jesús López RodríguezSanto Domingo

Noveno Domingo del Tiempo Ordinario - 29 de mayo 2016 - Ciclo C

a) Del primer libro de los Reyes 8, 41-43.

Sabemos por la historia bíblica que el rey David quiso levantar el templo de Jerusalén, pero el Señor no lo aceptó y dispuso que lo construyese su hijo Salomón. En el capítulo 6 del primer Libro de los Reyes encontramos los datos precisos sobre el inicio de la construcción del templo: “El año cuatrocientos ochenta de la salida de Egipto, el año cuarto del reinado de Salomón, en el mes segundo, Salomón empezó a construir el templo del Señor”.

Recordemos que el pueblo de Israel anduvo peregrino por el desierto durante cuarenta años hasta que se asentó en la tierra prometida. El templo, además de lugar del culto, debía guardar el Arca de la Alianza que fue instalada sucesivamente en Guilgal, en Siquén y en Siló. Por último, debía conservarse en el lugar más sagrado del templo, el Santo de los Santos. La construcción del templo era el sueño más acariciado por el pueblo de Israel después de asentarse en aquella tierra bendita.

La primera lectura de este domingo es parte de la oración de dedicación del templo atribuida al mismo Rey Salomón. En ella llama la atención la apertura universalista propia del tiempo del destierro y del período post exílico muy posteriores en la historia. Así ora Salomón: “Los extranjeros oirán hablar de tu nombre famoso, de tu mano poderosa, de tu brazo extendido. Cuando uno de ellos, no israelita, venga de un país extranjero, atraído por tu nombre, para rezar en este templo, escúchalo tú desde el cielo, tu morada, y haz lo que te pide el extranjero”.

El templo es puerta del cielo por donde Dios se manifiesta. Pero Dios no se circunscribe a un lugar específico porque Él está en todas partes. La casa dedicada a su nombre es símbolo revelador de su presencia en el mundo.

b) De la Carta del Apóstol San Pablo a los Gálatas 1, 1-2.6-10.

Esta es la carta más dura y seria que de Pablo escribe a las Iglesias de la región de Galacia que están cuestionando la legitimidad de su apostolado y convirtiéndose a un evangelio distinto del que él les ha predicado. Es un alegato vibrante en pro de la libertad cristiana y en ella se enfrenta por primera vez con el dilema: Ley o fe, Ley o Espíritu. Es al mismo tiempo una defensa apasionada de la misión que Pablo recibió de Jesucristo y no de hombre alguno.

Como hacía poco que Pablo había predicado el Evangelio a los gálatas y no estaba en juego su prestigio personal, sino la veracidad del evangelio de libertad en Cristo que él anunciaba, al comprobar que en tan breve tiempo se habían dejado embaucar por algunos advenedizos, al escribirles esta carta va directo al asunto que considera importante y les aclara que el Evangelio que les preció no tiene alternativa y quien intente suplantarlo merece la condena sacra del anatema.

c) Del Evangelio de San Lucas 7, 1-10.

Según el relato admirable de Lucas, un Centurión romano tenía un criado enfermo de muerte, a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, le envió unos ancianos judíos, pidiéndole que fuera a curar a su criado. Los enviados recomendaron al suplicante, quien cuando Jesús estaba cerca de su casa, le envió una segunda legación para decirle: “Señor no te molestes; no soy yo quién para que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano”.

Aunque ninguno de los dos interlocutores del coloquio a distancia - Jesús y el centurión- conoce al otro, hay no obstante un diálogo muy próximo, porque la fe del suplicante y la palabra eficaz de Jesús acortan el espacio físico. El militar romano admira la persona y el poder sobrenatural de Jesús, y éste le paga con la misma moneda al admirar su fe: “Les digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”.

El centurión era consciente de no pertenecer al pueblo elegido, y sabe que para un judío suponía impureza entrar en casa de un pagano. Por eso no se creía digno de hospedar a Jesús.

No puede haber fe verdadera sin una profunda humildad. El centurión de Cafarnaún es modelo de ambas virtudes. Todos los grandes creyentes de la historia han sido profundamente humildes ante Dios y los demás, aunque fueran grandes personalidades, grandes sabios y grandes santos. Nuestra actitud lógica, realista y consecuente ante Dios es la del Centurión: Señor, yo no soy digno.

De poco nos serviría a nosotros repetir las palabras del centurión en cada Eucaristía, como lo hacemos antes de la comunión, si no copiamos su disposición y la actitud que la inspiró: fe y humildad. De hecho, son dos virtudes que van unidas. Para creer en Dios es necesaria la humildad.

Dios no es rival celoso del hombre a quien dio inteligencia y libertad, como imagen suya que es, el más perfecto ser de la creación, su auténtica gloria. La fe religiosa no disminuye al hombre cuando le propone la humildad ante Dios. Solamente el que es humilde puede creer en profundidad y plenificarse como persona, individual y comunitariamente. Hoy debemos repetir con el centurión: “Señor, yo no soy dignoÖ”.

Fuente: Luis Alfonso Schˆkel: La Biblia de Nuestro Pueblo. B. Caballero: En las Fuentes de la Palabra.

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