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Amargas derrotas

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MARINO VINICIO CASTILLO R.Santo Domingo

En dos oportunidades fui candidato presidencial. En ambas obtuve poco menos de 7,000 votos. Era un tiempo en que partidos muy numerosos dominaban al electorado nacional. Desde luego, época de grandes y sólidos lideratos, frente a los cuales tuve el cuidado al fundar mi partido, la Fuerza Nacional Progresista (FNP), de prevenir que era poco menos que imposible competir frente a ellos.

Había ocurrido con otras organizaciones menores, algunas servidas por hombres jóvenes brillantes de magnífica trayectoria en la vida pública nacional. El caso más emblemático de esa limitación lo fue el Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC). Desde luego, las formaciones de izquierda estaban en lo suyo, que era la “revolución inminente”.

Sostuve en el año 80 fundacional que seríamos una fuerza de testimonio y de eventual relevo. Eso nos protegió bastante del escarnio y las zumbonas y torpes alusiones de burla a la escasa votación. En cada oportunidad de derrota afirmé que para mí constituía un alto mérito haber logrado que 7,000 dominicanos, sin recibir ningún tipo de dádiva o promesa de otros recursos como el empleo, reconocieran que nuestra causa social agraria era una moción digna y muy honrosa. Estaba a favor nuestro la profunda pobreza campesina, cuya defensa quedaba despreciada de algún modo por el desinterés electoral de la fuerza política que le defendía con tanto ardor.

Claro está, cumplimos lo prometido; fuimos eje sensible del Frente Patriótico del 95, lo que entrañaba un valioso aporte al eventual relevo de los grandes líderes, a punto de desaparecer. No fuimos nosotros directamente el relevo, pero resultamos decisivos en la concepción y diseño del mismo a fin de que sirviera de dique temporal ante las marejadas de las imposiciones del poder extranjero.

No es ocioso apuntar que habíamos recibido la distinción de ser cabeza de la moción congresional del traumático año 94 como candidato a Senador por el enorme Distrito Nacional de entonces.

Luego se vio que nuestra organización hizo las veces de “una fuerza élite de combate” para evitar en el 96 lo que vendría a ser el principio de la desintegración nacional en los términos en que el poder extranjero finalmente lo ha logrado, con la genuflexión de la presente administración de gobierno, que paradójicamente tiene de contexto al partido de Juan Bosch, el mayor blindaje de la dignidad nacional en aquellos tiempos. Lo cierto es que la soberanía permaneció protegida al cuido de hombres ya desaparecidos, que supieron confluir en el supremo esfuerzo de su preservación y hoy nos encontramos con un desolado páramo de principios y escrúpulos que sirven de escenario para su final entrega a mediano e inminente plazo.

En puridad, dos hombres esenciales de la República vencieron todas las animadversiones precedentes y pusieron la patria por encima de las venenosas separaciones del rencor originado en las sórdidas luchas de la política.

Ahora bien, he tenido la necesidad de vencer recientemente mi recia renuencia a revocar afectos, a derogar altares y tener que decidirme, además, a enfrentar a aquellos que de un modo u otro fueron compañeros de avatares en las disputas y rebatiñas de un poder en el año 12 que sólo ha servido para yugular la suerte nacional.

Sólo la entrega vergonzosa de todos los atributos de soberanía, así como la destrucción de nuestra identidad, como pasos preparatorios de la tragedia de hacernos un ignominioso componente de un esperpéntico Estado Binacional, de rodillas ante el poder extranjero, sólo algo así tan grave como ésto, repito, me pudo llevar a separarme para siempre de alianzas que han resultado tóxicas y alevosas, no tanto para nosotros como para la República.

La realidad es que ya estoy más tranquilo, y no siento remordimiento alguno, pues en los momentos en que el partido de Juan Bosch acaba de ser desfigurado y socavado profundamente en su legendario prestigio, por obra de la obsesión de permanecer en el poder de unos cuantos y en presencia del inminente sacrificio de la República como Estado en lo jurídico, así como en la perversión sin límite de su pueblo, lo que cabe es rellenar el morral de los ánimos mayores para una lucha difícil contra fuerzas peligrosas, abiertamente confabuladas.

Así que la fuerza política que presido se siente honrada por el deber cumplido. No le temió, aunque lo advirtió, al “cero” que se venía incubando en las encuestas preparatorias para el macro fraude informático que hemos tenido que padecer, cuyos autores han pretendido el aplauso en medio de un ambiente electoralmente tabernario.

Preciso es decirlo, para ello fue necesario abrir la subasta más odiosa, extensa y obvia, de conciencias, tanto de la palabra como de los silencios.

Esa prueba de miniaturización no la hemos sentido como de nosotros mismos, sino más bien del sentimiento nacional en cuanto a la independencia de la Patria. Quizás por ello, hoy más que nunca, este pensamiento del Padre Fundador pasa a ser la gran consigna: “Por desesperada que sea la causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi sangre.”

En todo caso, como siempre acostumbro, me alojo en la admonición del Dante: “Dejad al tiempo la ardua sentencia”.

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