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FIGURAS DE ESTE MUNDO

María Bonita

El nobel de literatura Octavio Paz escribió una vez: “María Félix nació dos veces: sus padres la engendraron y ella, después, se inventó a sí misma”. En efecto, La María natural, la mujer dotada de una extraordinaria belleza, con voz enronquecida, de temperamento desafiante, con grandes ojos, es la primera en nacer. Solo la aparición de su fuerte personalidad, la libre expansión de su glamur y sofisticación, el sentimiento de orgullo irrevocable, marca su propia creación en una mujer que transforma su destino en un mito.

Esa mujer autoinventada es la actriz de cine que personifica a una bailarina exótica, maestra, cantante de cabaret y a una emperatriz romana devoradora de hombresÖ Precisamente, con un hombre famoso vive un tempestuoso romance. Es el compositor Agustín Lara. A mediados de la década de los cuarenta, la conoce, de manera imprevista, en un set cinematográfico, donde él intervenía como actor en la película “Santo”. Él, al punto, queda transfigurado, pues aquella mujer, arquetipo de la diva, semeja la efigie de la seducción, como una estatua viva o una especie de diosa. Quizá nunca Lara ha visto un rostro femenino en el cual se reflejase, en forma tan magnífica y apabullante, la pasión y la belleza. Pasan días, semanas, y pronto la pareja contrae matrimonio. Salen juntos, hablan de todo, se ríen alegremente y, ya unidos, las noches de Acapulco los acarician con claroscuros románticos.

Pero todo eso es solo una ilusión. Gradualmente los defectos de cada uno empiezan a manifestarse, hasta convertirse, para la pareja, en una bomba de tiempo. Los rumores corren por México: “La Félix y Lara han reñido en público”. Entonces acontece lo previsto: todo termina y de mala manera. Desde entonces la canción de Agustín Lara “María Bonita” sigue prolongando en el tiempo el romance frustrado: “Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María Bonita, María del alma...”. Y recuerda que Agustín Lara siente dentro de sí, horrorizado tal vez, lo débil y miserable que es un matrimonio basado solo en la belleza y la apariencia, y no en el amor y el respeto. Más que la belleza externa, que se marchita, una mujer debe cultivar la interna, la del corazón, que es perdurable; según dice san Pedro, “en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios”.

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